Se murió Alfredo Landa, un actor con tanto talento que logró que la España de caspa y boina, la España de militar chusquero, cura de torta y olla, cateto rijoso y señorito pedante aficionado a las cacerías y a las copitas de chinchón pareciera, a ratos, hasta simpática. Ahora que esa España ha vuelto, con gomina en el pelo y Rolex en la muñeca, al gobierno, a la conferencia episcopal, a las tertulias del TDT Party y a las columnas del búnker mediático, nos volvemos a dar cuenta de que de simpática bien poco tiene, y que sin Landa, tampoco tiene maldita la gracia. Claro que él mismo ya nos lo había mostrado en Los santos inocentes, quizá el mejor trabajo de un actor muy bueno que—signo de los tiempos—tuvo que hacer mucho cine muy malo. Aunque no siempre, aunque no todo.
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