Leer Capital, la última novela de John Lanchester, me ha hecho pensar en Dickens. Y pensar en Dickens me ha hecho recordar que el exquisito Enrique Vila-Matas se preguntaba no hace mucho “si realmente puede saberse si un libro [por el contexto parece que con ‘libro’ quiera decir ‘novela’] es arte o sólo mercancía” y si “se puede explicar por qué Coetzee hace literatura y Dan Brown no”. Concluía diferenciando entre dos clases de escribientes: “el periodista (atolondrado superficial, despiadado)” y “el escritor (noble, profundo, con escrúpulos morales)”. Este angélico personaje que, según Vila-Matas, es el escritor “sabe que en una descripción bien hecha hay algo moral, la voluntad de decir lo que aún no ha sido dicho” mientras que el escritor de best-sellers (de pronto y sin previo aviso, Vila-Matas muta al periodista en ‘escritor de best-sellers’) “usa el lenguaje simplemente para obtener un efecto y aplica siempre la misma inmoral fórmula de camuflaje, de engaño al lector”. Vaya, pienso para mí, precisamente eso hacían Jules Verne, Alexandre Dumas padre, hijo y espíritu santo, Edgar Allan Poe (como prosista) Arthur Conan Doyle, Patricia Highsmith y Raymond Chandler. Y Charles Dickens. Especialmente, Charles Dickens. Y yo que pensaba que leía alta literatura.
¿La voluntad de decir lo que aún no ha sido dicho? Pero si todo ha sido dicho ya; o eso afirmaba Marco Aurelio hace unos siglos. Hace más siglos aún el Eclesiastés afirmaba que nada hay nuevo bajo el sol. Sea verdad o no, todos los escritores reciclan temas y repiten fórmulas (a eso se le llama tener un estilo propio). Y si no es verdad como si lo fuera, todos usan el lenguaje para conseguir un efecto determinado. Todo arte tiene sus trucos, y toda novela es arte (del bueno o del malo) o cuando menos artesanía. Y pobre de la novela que no sea, también, mercancía, porque si no consigue serlo ni se editará ni se distribuirá, y si no se edita ni se distribuye no se lee, y si no se lee un libro no es un libro, es un montón de folios mecanografiados. O un archivo de extensión .doc perdido en las profundidades de un disco duro. Y no se puede explicar por qué Coetzee hace literatura y Dan Brown no, porque ambos hacen literatura; lo que podría explicarse, en todo caso, es por qué aquel la hace mejor y este la hace peor.
Lo que plantea Vila-Matas es el cansino y recurrente debate sobre donde ponemos la frontera entre la alta y la baja literatura, usualmente renominadas por la neolengua como Literatura (con mayúscula y sin apellidos) y “literatura comercial” (como si, repito, la literatura tuviera alguna posibilidad de cumplir su función sin ser comercializada) Sobre eso mismo volvió Agustín Fernández Mallo a sentar cátedra con esta bobada en la que, entre otras perlas, afirma que “Una novela es un tipo de escritura sujeta a unos mecanismos de complejidad y construcción tales que impiden la oralidad, o si no la impide desde luego la hacen penosa y difícil”. Por el contrario, dice, existe “otra clase de escritura, antes llamada folletinesca y ahora llamada “bestsellera”[que] le ha robado el nombre a aquella. En efecto, una de las características de la mayoría de los bestsellers es que pueden ser leídos en voz alta sin detrimento de su contenido ni detrimento de la comprensión por parte del oyente. Por eso no pertenecen al género de la novela [el subrayado es mío]”. Mallo deja así fuera del parnaso de la literatura a Homero, el padre de la cosa, que no escribía sus libros, sino que los recitaba en público; a folletines como Ana Karenina, Los hermanos Karamazov, Los miserables, Madam Bovary, Cumbres Borrascosas, Jane Eyre o Fortunata y Jacinta, y en general a todas las novelas de hasta principios del siglo XX, pues hasta la aparición de la radio y la televisión una manera que tenían las familias de pasar las veladas era leyendo novelas (esas y otras) en voz alta. También deja fuera a escritores más modernos como, por ejemplo, Ernest Hemingway, John Steinbeck, el Coetzee que tanto le gusta a Vila-Matas, Paul Auster, José Saramago, Charles Bukowski, Cormac McCarthy o Haruki Murakami; escritores todos ellos cuyo estilo tiende a la sencillez expositiva, lo que permite que sus obras puedan ser leídas fácilmente en voz alta, y así entendidas sin dificultad. Y yo que pensaba que, aquí también, leía alta literatura.
Pero, sobre todo, a quien deja fuera es a Dickens.
Charles Dickens |
Nadie como Dickens ha sabido dar reflejo literario a la estratificación social del Londres victoriano y a las consecuencias del orden económico impuesto por el primer capitalismo; y lo reflejó mediante el escepticismo ante la fachada de respetabilidad de la familia burguesa y la identificación emocional con el hombre (y la mujer) común, sobre todo con los más humildes, con los que se mueven en los márgenes del sistema, con sus víctimas.
Y ahora, por fin, vamos con Capital, de John Lanchester.
Portada de la edición original de "Capital" |
Capital es una de esas novelas con vocación de ser el retrato literario de un lugar y una época, proporcionando una imagen caleidoscópica de la misma mediante muchas historias entrelazadas; algo parecido a lo que hicieron John Dos Passos con Manhattan Transfer, Joseph Roth con Hotel Savoy, Carlos Fuentes con La región más transparente y, recientemente, Guillermo Saccomanno con Cámara Gesell. Pero, sobre todo, algo muy parecido a lo que hizo Dickens con toda su obra. Capital es una novela destinada a ocupar un lugar de honor en la historia de la literatura del siglo XXI; esa historia en la que el recuerdo de Agustín Fernández-Mallo y, probablemente, el de Enrique Vila-Matas serán, como mucho, sendas anécdotas a pie de página.
No hay comentarios:
Publicar un comentario