Frédéric Beigbeder comparte mucho con Michel Houellebecq:
la nacionalidad francesa, una relación amistosa (o eso dice Frédéric; Michel,
que yo sepa, nunca se ha pronunciado al respecto) el tener un apellido
impronunciable, el gusto por la autoficción y la condición de enfant terrible
de las letras francesas contemporáneas. Por cierto, tiene su guasa que te consideren un enfant
terrible cuando ya hace mucho tiempo que has perdido la posibilidad de
cumplir los cincuenta; a partir de cierta edad (esa) aún se puede ser terrible
(con frecuencia, en el peor sentido del término), pero enfant, nanay. Te
pongas como te pongas.
viernes, 21 de febrero de 2020
sábado, 1 de febrero de 2020
Yo quería ser Marcello Mastroianni
La primera vez que vi La dolce vita, al
salir del cine me dije: “cuando sea mayor, quiero ser Marcello Mastroianni”.
Bueno, en realidad no me dije “cuando sea mayor”, porque por aquel entonces
—era 1976, o 1977; quizá 1978, y con Franco recién muerto había en los cines
una avalancha de estrenos de películas largo tiempo prohibidas por la
dictadura; entre ellas El gran dictador, Viridiana y La dolce vita—aunque
era un niñato recién salido del cascarón, aún imberbe y con la mayoría de edad
todavía por estrenar—entre otras cosas que también tenía sin estrenar— ya me
consideraba un correoso adulto. Santa inocencia.