El 23 de febrero de 1981 yo era un soldado recién incorporado a un cuartel de artillería de Las Palmas de Gran Canaria. Aquella, a lo que parecía, anodina tarde de martes estaba preparando la ropa que tenía que llevar a la lavandería de la que era cliente habitual en la ciudad. Hacía un mes que me habían destinado a las oficinas de aquel cuartel como contable, y estaba a punto de empezar el cursillo de ascenso a cabo, con la intención de proseguir hasta cabo primero y licenciarme como sargento en la reserva. Con aquel destino en aquella tranquila ciudad de clima benigno, y con los galones en perspectiva (y los modestos privilegios que éstos llevaban aparejados) veía por delante una mili más bien tranquila. Y en eso que sale por la tele un teniente coronel de la Guardia Civil, todo tricornio y mostacho, cual caricatura decimonónica de la España cañí, tomando por las armas el Congreso de los Diputados en plena sesión parlamentaria.
Confieso que en aquel primer momento no pensé en la democracia, ni en la Patria ni en ninguna de estas cosas tan trascendentes: la mente humana razona de dentro a fuera, fija su interés primero en lo más inmediato y prosaico, para desde ahí ir expandiendo campo en círculos concéntricos, hacia lo más elevado y lejano. Y mi mente es, en su funcionamiento, tan prosaica como la de cualquiera. Así que, en aquel momento, en lo primero que pensé fue en que con aquella movida no podría bajar a la ciudad a hacer la colada en una cómoda lavadora automática, sino que tendría que quedarme en el cuartel a hacerla en uno de aquellos antiguos fregaderos de cemento que el ejército ponía a nuestra disposición; unos fregaderos del estilo de los que usaba mi abuela cuando era joven mientras intercambiaba cotilleos con las comadres (a cotillear, en catalán, se le llama fer safreig, o sea, hacer fregadero, precisamente por eso). Y es que vivíamos en el siglo XX, pero aquel ejército aún pertenecía al siglo XIX.
Al final, tras una hora o así de titubeos, se permitió a la tropa bajar de paseo a la ciudad. El capitán de guardia había hablado por teléfono con el coronel, que poco tiempo antes, y dando por finalizada una jornada que parecía rutinaria, se había retirado a su casa de la ciudad. Al parecer el coronel le había dado órdenes de que todo siguiese con normalidad, como si nada pasara. Aunque eso de la normalidad era algo muy relativo: recuerdo que un viejo teniente chusquero, cuyo nombre he olvidado, había salido de la cantina de oficiales borracho como un viejo teniente chusquero, con una botella en una mano y una pistola en la otra, gritando vivas a Franco, a España y a Tejero, que era el nombre del teniente coronel del tricornio y el mostacho, y en aquel momento el único nombre se que conocía de los implicados en el golpe de estado.
Aquel teniente chusquero lucía en el uniforme la insignia con el camello blanco que se otorgaba por haber servido en la antigua colonia del Sáhara español. En los cuarteles de las islas Canarias, por aquel entonces, se veían bastantes de esos camellos blancos. Aquel camello blanco que simbolizaba el ejército colonial español en el Sáhara tenía para nosotros otro significado: sus portadores solían ser duros veteranos de la vieja escuela.
El capitán de guardia, posiblemente siguiendo instrucciones del coronel, se acercó al teniente Camello Blanco, le convenció de que le entregara la pistola y la botella, y muy discretamente le acompañó a las dependencias de oficiales, donde con la misma discreción le encerró bajo custodia en uno de los dormitorios que solían usar los oficiales más que nada para dormir la siesta. En las horas siguientes otros de aquellos dormitorios se convirtieron en improvisados y discretos calabozos donde el capitán de guardia invitó, cortésmente y con la mano apoyada como si nada en la culata de la pistola, a otros oficiales notoriamente simpatizantes del golpe. Eso me lo contaron, porque pasó cuando yo ya estaba en Las Palmas lavando la ropa; pues fui uno de los pocos soldados que, a pesar de lo que se estaba cociendo, se atrevió a pedir permiso para salir a la ciudad. Y me lo dieron.
Una vez fuera del cuartel fui directamente al piso que tenía alquilado, con algunos compañeros, cerca del puerto. Allí me cambié a ropas de civil (entonces teníamos que salir de uniforme del cuartel), metí la ropa sucia en una bolsa de deporte y volví a salir. Aunque para entonces ya le daba mucha menos importancia a la colada y mucha más al peligro de vuelta a la dictadura y choque armado violento entre facciones del ejército que parecía acecharnos. Mi mente había seguido su evolución expansiva de lo inmediato a lo elevado, y en vez de en los calcetines sucios, ya pensaba en la libertad y la democracia. Y en la que se nos venía encima.
Pero mientras tanto me dirigí a la lavandería. Recuerdo las caras de preocupación de los transeúntes, las radios encendidas, los corros agolpándose alrededor de los televisores de los bares. Recuerdo un automóvil parado con las puertas abiertas. Sus ocupantes, y algunos transeúntes, estaban escuchando en la radio del vehículo la evolución del golpe.
En la lavandería el empleado que repartía las fichas también seguía los acontecimientos en la radio, que el resto de parroquianos escuchaba en silencio y con cara de preocupación. Todos eran soldados. Los soldados, de hecho, eran el grueso de la clientela de aquella lavandería. De vez en cuando, entre carga de lavadora y carga de lavadora, intercambiábamos rumores: en aquel safreig tecnificado se seguía haciendo safreig del de toda la vida. Los de infantería están acuartelados ¿hay alguien de infantería aquí? No, ¿lo ves? Quien dicen que se suma al golpe son los de aviación de aquí, de Las Palmas. Pues en Valencia han sacado los tanques a la calle. Cosa de Capitanía. ¿Y aquí qué dice Capitanía? ¿Hay alguien de capitanía por aquí? ¿No? Mierda, los deben haber acuartelado también. Será mejor que subamos al cuartel nosotros también, ¿no crees? Sí, nos van a acuartelar en cualquier momento, y al que llegue tarde le va a caer un puro que pa qué.
Con la ropa recién salida de la secadora, busqué una cabina telefónica, llamé a mi familia en la península, les aseguré que estaba bien, regresé al piso, me volví a poner el uniforme y emprendí el camino de vuelta.
Habían pasado cosas durante mi corta ausencia. El rey había salido por la tele, descalificando el golpe. El coronel había regresado de su casa, uniformado y de mala leche, y había organizado la discreta redada de nostálgicos que ya he relatado. Habían doblado la guardia, y los centinelas tenían orden de disparar inmediatamente si veían a algún guardia civil aproximarse al cuartel. En aquellos primeros momentos, en que la imagen del golpe era el teniente coronel Tejero brazo alzado y pistola en ristre, todos pensábamos, el coronel incluido, que el golpe de estado era cosa de la Guardia Civil. Menos mal que aquella noche a ningún picoleto se le ocurrió asomar el tricornio por las inmediaciones, porque entre las órdenes recibidas y el nerviosismo que flotaba en el ambiente como electricidad estática, hubiera acabado más acribillado que Santino Corleone en la emboscada del peaje.
Al anochecer nos dieron la orden de armarnos: a partir de entonces teníamos que ir a todas partes con el correaje puesto, cargando el fusil y los peines de balas. A los oficinistas nos ordenaron reincorporarnos a nuestros puestos, porque iba a haber papeleo, y quién sabe si tiroteo. En la oficina me encontré a mi teniente. Normalmente, en cuanto se iba a comer al mediodía le perdía de vista hasta el día siguiente: tras la comida en la cantina de oficiales echaba una siesta en alguna de las habitaciones que en aquel momento ocupaban los sospechosos de simpatías con el golpe, y después se acomodaba en la barra —gracias a los precios rebajados que el ejército conseguía en sus suministros, las bebidas alcohólicas eran muy baratas en las cantinas del cuartel— a trasegar copas de coñac hasta que el land rover de guardia se lo llevaba a su casa a dormirla hasta el día siguiente. Eran otros tiempos, y era otro ejército. En aquel entonces, una de las tareas habituales del land rover de guardia (dotado con un chófer y un escolta con metralleta) era ir a buscar a tal o a cual oficial o suboficial al burdel donde yacía al límite del coma etílico y traerlo de vuelta al cuartel antes de que causara falta.
Pero aquella noche allí estaba el teniente (recuerdo su nombre, pero no voy a escribirlo aquí), en su puesto y sereno. Bueno, sereno no, sobrio. Sereno no lo estaba ni él ni nadie, todos estábamos bastante nerviosos. “Vaya follón que se ha armado, niño. Vaya follón”, me dijo cuando me vio entrar con fusil y correajes.
No recuerdo qué hice aquella noche en las oficinas. Sólo recuerdo que, en algún momento, tuve que salir a llevar no me acuerdo qué papeles a no me acuerdo dónde, y al hacerlo pasé por delante del patio de armas, y vi la formación de las tanquetas y los land rover con las ametralladoras pesadas MG montadas detrás. Normalmente, y de no haber maniobras, todos aquellos vehículos dormitaban en las cocheras. Pero allí estaban, pertrechados y listos para bajar a la ciudad, a tomar cualquier dependencia militar que se hubiera sumado al golpe. Se rumoreaba de capitanía general, se seguía rumoreando del cuartel del ejército del aire. Los rumores saltaban de un lado a otro, entrecruzándose, como las balas en un frente de batalla.
Aquella noche dormí vestido, con botas, correajes, casco y fusil. Todos dormimos igual. Dormimos mal, esperando que en cualquier momento el corneta tocara a llamada y tuviéramos que formar para bajar a la ciudad, a tomar un cuartel rebelde. Sin embargo, ninguna corneta interrumpió nuestro sueño aquella noche. Aunque de todas formas no había gran cosa que interrumpir: ninguno durmió mucho ni muy seguido.
Al día siguiente el golpe se daba por definitivamente fracasado, pero se rescindieron todos los permisos de todo tipo y permanecimos acuartelados durante una semana, o por ahí. El cuartel estaba superpoblado: no podías dar un paso sin tropezarte con algún oficial, malhumorado porque no se había podido lavar los calcetines en dos días por tener que permanecer allí encerrado (en condiciones normales, a partir del mediodía sólo permanecían en el cuartel los que estaban de servicio: el resto, después de comer, se iban a sus casas, o a sus burdeles favoritos). Los más malhumorados eran los que, durante las primeras horas del golpe, habían sido discretamente encerrados en las dependencias de oficiales. Tras el definitivo fracaso del golpe, se les dejó salir para reintegrarse a sus deberes, y aquí no ha pasado nada. Y eso fue todo.
Menos mal que había hecho la colada justo el día del golpe, pues eso me permitió, durante el acuartelamiento, disponer de mudas suficientes de ropa interior limpia. Porque aquellos decimonónicos fregaderos estaban tan atiborrados de gente como el resto de las dependencias cuarteleras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario