O sea, que por la noche se reunió la tribu en un restaurante muy chic, muy exclusivo y muy mono (aunque quizá un poco demasiado pequeño para la capacidad de convocatoria del acto) de la parte alta de Barcelona (en Barcelona la parte alta es tanto un concepto geográfico como de status económico-social) para asistir a la entrega del XXIX Premio Herralde de Novela, ese que lleva el nombre del gran jefazo de Editorial Anagrama y la susodicha convoca, normalmente para promocionar autores de la casa. Claro que eso lo hacen todas; o para qué otra cosa piensan que utiliza Planeta el premio ídem. Y, en el fondo, qué otra cosa es el premio Herralde sino un premio Planeta en pequeñito, más radical chic y con mayor coartada cultural (y menos, mucha menos dotación monetaria, por supuesto; que nosotros somos artistas, y no estamos en esto por el vil metal).
El premiado en esta ocasión fue el argentino Martín Caparrós, por una novela de nombre feo (Los Living) cuya sinopsis ya corre rauda y veloz por las autopistas de la triple W, y que me voy a abstener de juzgar (aparte del título que, insisto, es bastante feo) porque, como es natural, aún no la he leído. Martín Caparrós es de la casa, por supuesto; o, cuando menos, todo lo que lleva publicando desde 2008 ha sido publicado en la casa. Antes publicaba en Planeta Argentina y por aquel entonces, mira por dónde, ganó el Premio Planeta Argentina.
¿Qué les decía yo?
De todas formas, aún sin conocer las bondades o las miserias de la novela, la obra previa de su autor permite afirmar que no escribe mal y que, a priori, concurren en él tantos méritos o tantos deméritos para ser acreedor del premio como, posiblemente, cualquier otro candidato que a uno se le pueda ocurrir. Si acaso, el único pero que se le puede poner es que la recaída de este premio sobre su testa de húsar queda más por el lado del agradecimiento a los servicios prestados y del ejercicio de autoafirmación de la tribu que del lado de la promoción del futuro de la literatura en español. Pues Caparrós forma parte de un digno pasado reciente de esa literatura, e incluso de un digno presente, pero valor de futuro, lo que se dice valor de futuro, estando como está próximo a la edad en que en este país te obligan a prejubilarte y con, posiblemente, la mayor y la mejor parte de su obra ya hecha, no parece.
Aunque un carcamal no es todavía, y en el contexto de la tribu hasta puede pasar por jovenzuelo. Porque en el sarao aquél llamaba bastante la atención la elevada media de edad de la concurrencia; la sobreabundancia de cabezas grises (aunque de eso no puedo burlarme mucho, porque una de ellas era la mía que, ay, también es gris) y rostros más o menos arrugados. Que eran, poco más o menos, las mismas cabezas y los mismos rostros que siempre se repiten en este tipo de saraos, y que ya eran grises y ya estaban arrugados cuando yo era un periodista pipiolo, allá por el paleolítico; las mismas que en todo este tiempo, del paleolítico acá, he visto encanecer y arrugarse cada vez más (Y, posiblemente, las mismas que ya estaban ahí, encaneciendo y arrugándose, desde los lejanos tiempos de Bocaccio, mucho antes del paleolítico), sin sufrir más bajas que las que impone el diezmo implacable del tiempo y con pocas, poquísimas adiciones de sangre nueva; si algún jovenzuelo o jovenzuela veías en la sala podías estar razonablemente seguro de que sería un periodista, o un becario (o un periodista becario), o el joven hijo del difunto escritor fulano., intentando hacerse un huequecito en la tribu a base de codos y del nombre de papá, o el ya no tan joven Rodrigo Fresán, ese escritor barcelonés de origen argentino que ni publica mucho ni vende mucho (aunque, al César lo que es del César, cuando por fin escribe algo que no sea un prólogo al libro de otro, suele ser algo de cierto interés; bueno, vale, incluso sus prólogos suelen ser de cierto interés; al menos algunos) pero que parece el perejil de todas las salsas (literarias) que en esta decadente ciudad se cocinan. Y ha tenido el talento, o la chiripa de, con pocos libros y con pocas ventas, convertirse en una vedette literaria con casi tantos fans como Boris Izaguirre. O eso parece.
El resto, mayormente, lo formaban la consabida colección de momias cada vez más apergaminadas: La directora de la revista tal (todos los miembros de la tribu aseguran leerla), que es directora porque su padre era el dueño, y cuyo hijo es ahora redactor jefe por los mismos méritos; el conocido filósofo cual, que lleva cincuenta años sin bajarse del pedestal de enfant terrible sesentayochista; el profesor talcual, otro enfant terrible sesentayochista, y que ya me parecía una vieja gloria cuando asistía a sus clases en la universidad (allá por el paleolítico, ya saben); y una señora que se parecía a mi abuelo con un vestido de mi abuela y un peinado hecho por mi tía, la que es ciega y sufre párkinson; y…
Ellas, en general, cuidadosamente emperifolladas, arregladas, vestidas y maquilladas para la ocasión (sí, incluso la señora que se parecía a mi abuelo); ellos, en general, dentro del estilo no menos cuidadosamente descuidado de soy-demasiado-intelectual-y-demasiado-progre-para-vestirme-siguiendo-la-etiqueta (pero ojito con no invitarme): barbas más o menos descuidadas e inevitablemente canas, camisas de cuadros de estar por casa, suéters de lana verdosa o marronosa llenos de bolas, pantalones de pana astrosa y chaquetas de ir al jardín a arreglar los parterres.
La tribu es muy barcelonesa y muy endogámica. Y, como la misma Barcelona, muy decadente, en el fondo. En eso (en lo endogámico y en lo decadente) se parece a la alta sociedad patricia de la ciudad, otra tribu con la que intersecciona por muchos ángulos. Y como a esa otra tribu, a los miembros de ésta les encanta reunirse en saraos de este jaez o similar, donde pueden ver siempre, o casi, las mismas caras, cada vez más canosas y más arrugadas; donde, encantados de haberse conocido, se entregan a la gratificante actividad de chuparse mutuamente las pollas. Así que, bien mirado, hasta tiene su mérito que le hayan dado el premio a un, dentro de estos parámetros, casi recién llegado jovenzuelo como Martín Caparrós.
Pero ver tanta familiar cabeza gris y tanto familiar rostro arrugado repetidos ad náuseam en todos los saraos literarios, tanta vieja gloria, que muchas veces ni gloria fue (aunque vieja sea) arrastrando sus cansados huesos una y otra vez, y otra y otra y otra, por las distintas versiones de los mismos saraos, no habla muy bien ni del dinamismo ni de la vitalidad del mundillo literario barcelonés. Ni de su capacidad de renovación.
— ¿Qué capacidad de renovación?
—Eso digo yo.
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