lunes, 6 de mayo de 2013

La decepción inevitable

on the roadSi bien el viaje puede ser una buena metáfora de la novela—que es un trayecto desde el inicio hasta su conclusión, punteado por distintas escalas y ocasionales momentos para pararse a contemplar el paisaje—la novela que lleva el viaje en el nombre, en el argumento y en el mito es, quizá, la que peor se aviene con tal metáfora. Porque On The Road (o En el camino o En la carretera, según las distintas traducciones hispanas) no es tanto una novela para recorrerla como para habitarla. Que es lo que suelen hacer sus millones de fervorosos admiradores (entre los que me incluyo), y lo que suele sacar de sus casillas a sus algo menos abundantes, pero no menos fervorosos detractores, para quienes las novelas deben tener su puerta de embarque, su apeadero al fin del trayecto, su hoja de ruta y sus ventanillas para mirar el paisaje; para quienes todo viaje es un medio para conseguir un fin, que es llegar a destino. Pero en On The Road no hay destino, el viaje es el fin, no el medio. Y aquí encontramos la primera gran dificultad para su adaptación cinematográfica: una novela es un viaje a veces, pero una película es siempre un viaje. Quizá por eso la Road Movie sea el género más puramente, más exclusivamente cinematográfico.
Otra dificultad estriba en su carácter esencialmente literario. En On the Road, la palabra, el texto, la verbalización, lo es todo; La novela no es tanto sus personajes, ni su relato, como la manera en que describe a unos y narra el otro. On the Road no es Sal Paradise viajando en la trasera de un camión que le ha recogido mientras hacía autoestop, para reunirse con Dean Moriarty; o también es eso, pero por encima de eso, es un texto que fluye musicalmente, como un solo de saxo de Charlie Parker, por encima y alrededor de la melodía del viaje de Sal Paradise. Es ese texto que, para no ser interrumpido en su fluir, su autor escribió a máquina en un largo rollo de papel continuo. Es ese texto cuya lectura provoca ganas de continuar adelante, una frase más, una frase más. “Esto no es literatura, es mecanografía” dicen que dijo Truman Capote al leerlo. Y tenía razón: leyéndola uno casi puede oír el constante tableteo de la Underwood portátil de Kerouac. El cine, en cambio, tiene un carácter esencialmente visual; en él la palabra siempre se supedita a la imagen. Por eso el cine está negado para reflejar la primera y principal gran cualidad de On the Road.
Una dificultad más, y no pequeña, es la imposibilidad de encontrar actores que encarnen a entera satisfacción a unos personajes que demasiados lectores han vivido demasiado desde dentro. Porque en esta novela el lector no sigue a su protagonista Sal Paradise, sino que habita bajo su piel, esa piel que Kerouac se fabricó a medida para, el también, poder habitar su novela, y que se adapta a las hechuras de cada lector. Pocos personajes de ficción hay menos consensuados por la memoria colectiva y más enraizados en la memoria individual que el mencionado Sal, su gemelo oscuro Dean Moriarty y sus amigos Carlo Marx y Old Bull Lee. Que, además, son transparentes máscaras de personajes tan reales, tan conocidos y reconocibles y a la vez tan mitificados por su leyenda como, respectivamente, Jack Kerouac, Neal Cassidy, Allen Ginsberg y William S. Burroughs. Es muy difícil que un actor, cualquier actor, por bueno que sea y por parecido físico que guarde, logre superar ese enorme escollo; De entre los que lo han conseguido sólo recuerdo a Éric Elmonsino interpretando a Serge Gainsboroug en Gainsboroug: an Heroic Life. Y aún así, lo consiguió por los pelos.
Todo lo precedente lleva a que una adaptación cinematográfica de On The Road sea una empresa inevitablemente abocada al fracaso, y que cualquier adaptación cinematográfica de On The Road resulte, inevitablemente, decepcionante. Pero, dicho esto, debo añadir que la adaptación de On The Road que ha hecho el director brasileño Walter Salles y el guionista portorriqueño José Rivera me ha resultado mucho menos decepcionante de lo que me temía. De hecho, quizá sea la menos decepcionante posible de las adaptaciones posibles, a falta de saber (ya nunca lo sabremos) cómo habría sido la que en un principio iba a hacer Francis Ford Coppola con el joven Mickey Rourke en el papel de Dean Moriarty.
El guión de Rivera es respetuoso con el texto original aunque no hasta el punto de estrangularse con su propia literalidad; sabe cuando traicionar (poco) la letra para ser fiel (bastante) al espíritu. Y la dirección de Salles, de fotografía preciosista sin empalago, sabe traducir en imágenes, mal que bien y a su inevitablemente limitada manera, algo de la poética de la prosa de Kerouac, algo de su ritmo bop. Cierto que no del todo, cierto que no exactamente como uno lo habría imaginado; cierto que la película nunca acaba de remontar totalmente el vuelo, cierto que, en realidad, no pasa de una meritoria ilustración de la obra original; cierto que los actores, aunque en general hagan un buen trabajo (incluso Kristen Stewart, quizá la peor actriz de la historia de la interpretación, y ahí está la saga Crepúsculo para demostrarlo, resulta aquí pasable) no se ajustan a plena satisfacción a sus personajes; en especial Sam Riley, que compone un Sal Paradise de aspecto demasiado frágil y soñador para coincidir con el vigoroso y vital mozarrón francocanadiense que sabemos en Kerouac e intuimos en Paradise. O Viggo Mortensen, que compone un Old Bull Lee tan mimético del William Burroughs en que se basa que resulta admirable como esfuerzo de impersonación, pero no consigue hacer olvidar su condición de máscara. Garrett Hedlund, sin embargo, logra un Dean Moriarty bastante aproximado; es, quizá, el mejor del reparto.
Pero a ver esta película hay que ir sabiendo de antemano que su propósito es irrealizable. Y la mejor manera de disfrutarla (de hecho, resulta bastante disfrutable), es asumir la decepción de antemano. Una vez asumida, uno se encuentra con, quizá, la mejor adaptación posible de On the Road. Algo muy similar a lo que sucedía con aquella otra película decepcionante y fracasada, Bajo el volcán, con la que, en 1984, el magnífico John Huston hizo la mejor adaptación posible de otra novela imposible.

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