lunes, 27 de mayo de 2013

Ocurrió cerca de tu casa

A-la-puta-calleHacer literatura consiste en tener algo interesante que contar y contarlo de forma interesante. O sea: fondo y forma, tema y estilo. Ambos componen un binomio indisociable, como el ying y el yang. Pero el segundo es el más importante. Porque todo el mundo tiene algo interesante que contar, pero no todo el mundo puede o sabe contarlo de forma interesante; para eso no basta con saber poner una palabra detrás de otra respetando las normas de la gramática y la sintaxis (aunque ayuda bastante, y mucha más gente de la que parece no sabe hacerlo; algunos, hasta escriben libros; y no pocos incluso venden muchos). También se precisan cierta habilidad, cierto talento y cierta práctica.
Sin ellas, la historia más interesante aburre. Con ellas, puedes mostrar lo interesante que era tu vida como empleado de correos (Bukowski, Cartero, 1969). O lo bicho raro que te sientes a veces, tanto que ni saldrías de tu habitación (Kafka, La metamorfosis, 1915). O aquella anécdota que te explicaron sobre un pescador que se fue a pescar y perdió el pez (Hemingway, El viejo y el mar, 1952). O un día en la vida de un judío de clase media que pasea por Dublín (James Joyce, Ulises, 1922). O tus fantasías eróticas de mujer entrada en años y en kilos que sueña con ser una jovencita indefensa en manos de un hombre dominador. (E. L. James… no, ése es un mal ejemplo. Hasta a un chimpancé con una máquina de escribir habría hecho mejor literatura con Cincuenta sombras de Grey).
Claro que a lo mejor tienes un material de partida muy, MUY, pero que muy interesante. Un tema de impacto, como suelen decir los directores de marketing de las editoriales, repantigándose en su silla y sintiendo un placentero estremecimiento en el esfínter. Como, digamos, experiencias de primera mano en un campo de exterminio nazi. O, digamos, experiencias de primera mano como adicto terminal a la heroína (casi siempre hay que pagar un alto precio por tener algo muy, MUY, pero que muy interesante para contar). Mas de poco te servirá si no sabes contarlo con la habilidad y el talento de, digamos, Primo Levi (Si esto es un hombre, 1946) o, digamos, William Burroughs (Yonqui, 1953).
El tema de A la puta calle quizá tenga menos tremendismo que los dos precedentes, pero entra sin problemas en la categoría de los muy, MUY pero que muy interesantes. Un tema de impacto, de rabiosa actualidad, de esos que hacen estremecerse el ojete de los directores de marketing, pensando en que la sordidez y el morbo están asegurados, porque además esto nos lo escribe una chica que ha salido por la tele, y la gente, de los que han salido por la tele, se compra hasta las antologías de la lista de la compra.  Si encima aparece mencionado algún personaje famoso, el director de marketing de la editorial puede llegar a correrse en los calzoncillos. O en las bragas, dependiendo de su sexo o sus gustos en el vestir; o hasta de ambos.
El director de marketing estará contento: la sordidez está asegurada. Fallarás ofrece mucha carnaza a la pulsión voyeur y fisgona del lector, pues lo que relata es su vida misma, sus personales miserias. Fallarás abre a las cámaras la puerta de su casa para que veamos las notificaciones de desahucio sobre la mesita del recibidor, el jabón barato en el baño, la ropa con agujeros en el armario, las velas para cuando le corten la luz en la alacena, esa mujer llorando tumbado boca abajo en el colchón de su cama. Describe, sin complacencias ni circunloquios, el proceso de conversión de un profesional otrora más o menos bien pagado y más o menos bien instalado (ella misma) en un paria. Porque de eso se trata: el desempleo y los desahucios fabrican parias: “ Porque se ha abierto una brecha. Y es una brecha bestial (pág. 25)”.
Parias cuya presencia molesta a la gente que aún tiene trabajo y puede pagar su hipoteca, quizá porque son un incómodo recordatorio de algo que se niegan a aceptar: que eso también les podría suceder a ellos. Como supuestamente le dice a la autora un amigo suyo:
—Bueno, bueno, Cristina, no será para tanto.
—Ah, ¿no?
—Me refiero a que no dejas de hablar de lo mismo.
(…)
—Cristina, es que parece que nos haces culpables a los que no estamos como tú (pág. 128)”
El paria deviene invisible, e intocable. No por casualidad en la India también llaman así a los miembros de tal casta: intocables.
El proceso tiene varias estaciones: primero, la pérdida del puesto de trabajo. La crisis, ya sabe usted. Luego, el agotamiento de las prestaciones y subsidios sin encontrar otro trabajo. La crisis, ya sabe usted. O quizá es que algo estoy haciendo mal, o quizá es que algo he hecho para merecerlo (el sentimiento de culpabilidad es un insidioso y fiel compañero tanto del despedido como del parado de larga duración) Luego, los intentos frenéticos por sacar la cabeza fuera del agua, sea entrando en otros sectores laborales, normalmente sin éxito (la cualificación inadecuada o la sobrecualificación se pueden sobreseer en tiempos de abundante oferta laboral, pero nunca en tiempos de escasez), sea convirtiéndose en eso que la neolengua denomina “emprendedores” ( Según el diccionario de neolengua: dícese del otrora asalariado que trata de inventar su propio puesto de trabajo) Luego, Cash converters, comedores de la Cruz Roja, paquetes de supervivencia de Cáritas. Luego, la reducción del presupuesto familiar hasta niveles de posguerra (la leche alargada con agua, el arroz todos los días, “a partir de ahora, la carne es para los niños”) Luego, los impagos del colegio de esos niños que son los únicos autorizados a comer la poca carne que entra en casa (un poco de pollo, un poco de cerdo), de los recibos de la luz y el agua, de la hipoteca. Hasta llegar al día en que hay que iluminarse con velas porque te han cortado la luz, hasta el día en que alguien llama a la puerta con el aviso de desahucio. Y sí, querido lector, todo eso le ha pasado a esa pelirroja tan mona que salía en el programa-debate de Jordi González ¿no le excita el morbo?
También tiene cotilleo sobre famosetes, no crea. Porque algún que otro conocido también se asoma a las páginas. A destacar un par de aquellos “…intelectuales de izquierdas con eje básicamente excéntrico que se pasaron a las filas de la derecha más dura por pura tirria a los socialdemócratas del PSOE. Me hacían gracia, sus extravagancias me resultaban incluso divertidas, hasta que…(pág34)” El comentario va dirigido a Sánchez-Dragó, pero también le cuadra a otro que asoma las orejas en el libro, Arcadi Espada.
Y aquí, unas palabras de nuestro comisario político:
Uno de los valores de la obra es que de ella se deduce uno (no el único ni mucho menos, pero también ha tenido su importancia) de los polvos con los que se formaron estos lodos: la desideologización de una cierta progresía urbana vocacional (¿bocaccional?), anarquistas de salón encantados de conocerse en las barras de los bares de moda, gastándose los pingües honorarios en gin tónics y rayas de coca. Cometieron el grave error que, por otra parte, ha cometido toda la ciudadanía española: dejar cosas tan importantes como la política y la economía en manos de los políticos y los economistas. Y, entre otras estupideces, empezaron a reírles las gracias a esos “intelectuales de izquierdas con eje básicamente excéntrico que se pasaron a las filas de la derecha más dura por pura tirria de los socialdemócratas del PSOE”. Anarquistas de salón y de derechas como Dragó, Espada y compañía encarnaban ahora el mito del rebelde provocador muy cool, mientras que la socialdemocracia con corbata, tan blanda y tan sosa, era lo convencional, demasiado square. Y detestaban tanto ser gobernados por la blanda socialdemocracia de corbata como envejecer, sin pararse a pensar que la alternativa, en ambos casos, era peor. Y cuando estalló la tormenta de mierda les pilló sin trastienda ideológica en la que ponerse a diseñar estrategias, y les provocaban mucha incomprensión los que conservaban la una y diseñaron las otras (el movimiento 15-M), y les reprocharan no ser lo suficientemente rebeldes “Lo normal es que estuviéramos incendiando algo. ¿Qué? Qué más da qué (pág.130)”, olvidando que, como decía Chester Himes, toda violencia sin objetivo es como un ciego con una pistola.
Fin del mensaje de nuestro comisario político.
Pero, por muy de impacto que sea el tema, lo que singulariza este libro, lo que lo convierte en una obra literaria de verdad, con posibilidades de trascendencia (en los libros de historia de la literatura española del futuro, en el capítulo dedicado a los años de la crisis de la segunda década aparecerá A la puta calle de Cristina Fallarás junto a En la orilla de Rafael Chirbes como obras más representativas del periodo) no es solamente el tema, la historia. Es que es un libro condenadamente bien escrito, de forma no sólo precisa sino también brillante. Porque esta es una historia que mucha gente podía contar, en un país con seis millones de parados y contando y unos treinta mil desahucios al año desde hace cuatro o cinco. Pero muy poca gente como su autora, escritora y periodista veterana, además de tener la historia para contar posee la habilidad, el talento y la experiencia necesarias para contarla.
“El asunto de los desahucios tiene, en España, en estos momentos, un problema narrativo (…) Quienes lo sufren no están preparados para narrarlo periodísticamente. Y para los periodistas, o sea, personas que conservan un trabajo y por lo tanto un sueldo, resulta imposible describirlos con la veracidad suficiente (…)”
En Cristina Fallarás se ha dado la afortunada confluencia (no para ella, ya saben; casi siempre hay que pagar un alto precio por tener algo muy, MUY, pero que muy interesante para contar) de tema y estilo, fondo y forma. A la puta calle es literatura con mayúsculas, mucho más allá del morbo que pueden despertar los cotilleos de esa pelirroja tan mona que salía por la tele en el programa de Jordi González.

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