jueves, 1 de agosto de 2013

El Misterioso Doctor Mercado, Capítulo 6

drmercado6

¡En las garras del Doctor Mercado!
El presidente oyó una respiración tenue a su espalda. No se atrevió a volverse, pero imaginó que debía tener detrás a uno de los ninjas de la guardia personal del Doctor. Era un pensamiento muy poco tranquilizador.
—Yo… no debería estar aquí. Soy el presidente del gobierno…—se aventuró a decir.
—Usted es mi lacayo. Como todos—respondió el Doctor, con displicencia.
Y, alzando las manos de largas y afiladas uñas, dio una palmada. Al instante aparecieron dos sirvientes vestidos con unas túnicas de seda roja que les cubrían hasta los pies, mientras que la capucha les ocultaba por completo el rostro. Hicieron una reverencia al doctor y procedieron a abrir la oscuridad, como si fuera una cortina. Y en realidad así era, estaban abriendo una cortina de terciopelo negro que, por caer del techo al suelo y extenderse de pared a pared, al presidente le había pasado desapercibida en la penumbra que les rodeaba.
Tras la cortina había una tarima enmoquetada de rojo imperial. Tras ella, sobre la pared, se extendía un tapiz que mostraba un serpenteante dragón de color verde jade. Sobre ella, iluminada por faroles de papel que ostentaban el monograma 富 pintado en sus pantallas, había una silla de brazos, de madera profusa y exquisitamente labrada y lacada, acolchada con cojines rojos, que puesta allí arriba, parecía un trono. Era un mueble hecho en Manchuria durante el reinado del primer emperador de la dinastía Qing, Hung Taiji, de quien el Doctor era descendiente directo, y siempre había pertenecido a la familia real. Pero el presidente nada sabía de estilos artísticos del antiguo imperio manchú, como nunca había oído hablar de la dinastía Qing ni del emperador Hung Taiji, y tomó aquella silla por alguna baratija fabricada en serie de las que vendían en los bazares de los chinos. Si reconoció, en cambio, el carácter 富 pintado en los farolillos y bordado en el dorso de las túnicas de los dos sirvientes encapuchados, y aunque no supiera cómo se leía, ni que correspondía al verdadero nombre del Doctor, sabía que sus sirvientes más directos, los que pertenecían al llamado Círculo Interior del Dragón, lo llevaban tatuado en el pecho. Una vez había vislumbrado fugazmente el tatuaje a través del escote de la canciller alemana, asomando por encima de las puntillas de un sujetador de respetables dimensiones. Claro que, con el volumen de ubre que gastaba aquella mujer, qué menos. Así que aquellos dos encapuchados eran miembros del Círculo Interior del Dragón, pensó. Un puesto de privilegio al que a él aún no le habían considerado digno de pertenecer. Los miembros de ese selecto grupo solían disfrutar, por los servicios prestados al doctor, de sustanciosos sueldos como consejeros de alguna de sus empresas.
El Doctor subió los peldaños y se sentó en el pequeño trono, ante el dragón de color verde jade, el mismo color de los ojos inquisitivos con que le escrutaba.
—Aún no ha privatizado completamente la sanidad pública. Mis empresas de servicios hospitalarios aguardan para hacerse cargo de ese negocio—dijo el doctor.
—Estoy en ello, estoy en ello.
—Ni me está facilitando el acceso al mercado energético.
—Mi gobierno está preparando un impuesto para gravar la producción privada de energía solar. Así le eliminaremos competencia.
—Las condiciones laborales aún me salen demasiado caras.
—Es que, si las bajo más, la gente se me va a amotinar.
—No le debe preocupar la gente. Le debo preocupar yo. Recuerde que usted dirige el gobierno únicamente porque yo se lo permito. Pero lo que más me preocupa es todo ese escándalo que se ha montado por la publicación de las cuentas de su tesorero, el tesorero que nombró usted mismo. Y no veo que esté haciendo nada por solucionar ese imprevisto. Al menos, nada inteligente.
—Precisamente tenía que estar arreglando eso ahora. Por eso le decía que yo no debería estar aquí. Tengo que dar una rueda de prensa sobre ese asunto en la sede del partido. Si no voy, cundirá la alarma.
—Nadie se alarmará—repuso el doctor—porque usted está dando su rueda de prensa en estos mismos momentos.
—Pe-pero ¿cómo?
—A través de la pantalla de plasma de un televisor. Es una grabación con el sonido trucado, por supuesto, pero a los periodistas que han venido a la rueda de prensa les han dicho que está usted hablando en directo desde otra habitación. Y que no se admiten preguntas.
—Pe-pero ¿cómo voy a dar una rueda de prensa a través de un monitor? ¿Y sin preguntas? Es una estupidez. La gente va a pensar que soy idiota…
—Si eso piensan estarán en lo cierto, porque, efectivamente, es usted idiota. Pero eso no debe preocuparle, porque hace mucho tiempo que todo el mundo se ha dado perfecta cuenta de que es usted un completo idiota.
—¡Eres un inútil, Mariano! ¡No sé en qué estaba yo pensando cuando te nombré mi sucesor!—gritó de pronto uno de los acólitos encapuchados, girando la cabeza, lo que hizo que se le cayera la capucha, revelando un rostro de ojos pequeños, cejas espesas y bigote delicuescente, bien conocido del presidente. El de su mentor dentro del partido, nada menos.
—Pe-pero… ¡José María! ¿Tú eres del Círculo Interior del Dragón?
—¡Por supuesto!—respondió el susodicho, abriendo la túnica por el pecho para mostrar su tatuaje—¡Yo mismo! ¡Tu antecesor! Y viendo lo mal que lo estás haciendo, no me va a quedar más remedio que ser también tu sucesor.
—¡De eso nada!—dijo el otro acólito, con una voz femenina muy aguda, chillona como la de una bruja de dibujos animados, que el presidente también reconoció—¡Tú sales en todo ese follón de los papeles de Bárcenas! Para este trabajo hace falta alguien que no esté manchado.
—¿Esperanza? ¿Eres tú?— Dijo el presidente, incrédulo. La interpelada se bajó la capucha de la túnica, revelando que, efectivamente, era ella.
—Sí, yo también tengo el tatuaje, pero si esperas que te enseñe las tetas vas listo—dijo, y añadió:—¡Ay, pero cómo la has cagado, Mariano! ¡Cuánto trabajo voy a tener arreglando tus patochadas, cuando sea presidenta!
—¡El presidente debo ser yo!—dijo José María— Soy el más cualificado. Yo privaticé Telefónica y Repsol y se la entregué al Doctor. Y él lo sabe.
—No podéis echarme—dijo Mariano—Gané las elecciones. El pueblo me votó.
—El pueblo no te traga, Mariano—dijo Esperanza—si te volvieras a presentar ahora mismo, no te iba a votar ni tu madre aunque la amenazaras con una pistola en la sien.
—Silencio—dijo el Doctor, sin alzar la voz, pero imprimiendo a su voz un matiz de autoridad tan perentorio que el universo pareció contener la respiración para obedecer su orden—Yo decidiré quién estará al frente de la presidencia del gobierno.
—Doctor, es conveniente que yo siga siendo presidente—dijo el (de momento) presidente—por la impresión de estabilidad, ya sabe…
—En efecto, es conveniente mantener cierta impresión de estabilidad…—dijo el Doctor.
—¡Pero Doctor! ¡Si en menos de dos años de gobierno mire el desastre que ha organizado!—replicó Esperanza—¡No puede seguir manteniéndolo en el cargo!
—Eso también es cierto…—dijo el doctor, acariciándose, pensativo, una de las largas guías de su bigote— y no le mantendré más en el cargo. Queda usted derrocado.
El doctor accionó una palanca que sobresalía de la tarima al lado de uno de los brazos de su trono. Al hacerlo, una trampilla se abrió bajo los pies de Mariano, haciéndolo caer al vacío.
—¡Bien hecho! ¡Ahora deje que yo asuma la presidencia!—dijo José María.
—No, es mejor que la asuma yo—dijo Esperanza.
Los ojos del Doctor, que seguía acariciándose pensativo la guía del bigote, se cubrieron con una veladura que amortiguó su brillo verde.
—De rodillas. Los dos—dijo. E inmediatamente, sus dos acólitos le obedecieron.
El Doctor se levantó de la silla, irguiéndose en toda su majestuosa altura.
—Lo primero, hay que acabar con esa enojosa molestia que supone el tesorero—dijo. Señaló al guardián ninja, que durante todo el rato había permanecido inmóvil en su lugar, casi invisible en las sombras, y le dirigió una orden en japonés. El Ninja hizo una reverencia y marchó, desapareciendo en las sombras.
—De lo demás, creo que lo mejor será que me encargue yo personalmente.
Sin atreverse aún a levantar la cabeza, sus dos acólitos se preguntaron qué había querido decir. Pero el Doctor ya no estaba ahí: había desaparecido tras el tapiz del dragón de jade.

Próximo capítulo: Ninjas en la nieve

No hay comentarios:

Publicar un comentario