Hubo un tiempo (entre los años cincuenta y los primeros ochenta del siglo pasado, más o menos) en que la lista de los best-sellers no la acaparaban interminables y aburridas sagas escritas por adictos al sensacionalismo y a las teorías de la conspiración, amas de casa más aburridas aún que fantaseaban, a su aburrido estilo redaccional, con niños magos en colegios internos, vampiros cursilones con los colmillos capados o sueños eróticos de dominatrix de andar por casa; o escritas por suecos de género atascados en la fórmula que no se tomaban la molestia de repasar un párrafo para pulirlo un poco. Hubo un tiempo en que el territorio de la literatura era América, no por imperativo colonial sino por imperativo de talento; hubo un tiempo en que los gigantes aún caminaban sobre la tierra, o al menos sobre la tierra americana (Philip Roth, Norman Mailer, Gore Vidal, John Updike et al., al norte del Río Grande; Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez et al., al sur) flexionando los poderosos músculos literarios para ensartar el arpón del zeitgeist de su época sobre los poderosos lomos de la Gran Novela Americana (o latinoamericana), esa ballena blanca.
John Updike fue uno de esos gigantes. Un escritor concienzudo y disciplinado, prolífico y dotado. Dotado, sobre todo y como pocos, para analizar en profundidad las relaciones y las motivaciones humanas, los conflictos de pareja, los generacionales; hábil como pocos para describir el sexo esquivando tanto la afectada cursilería del erotismo como el estereotipado convencionalismo neumático de la pornografía; cuando un personaje de Updike se fija en los pies pálidos, surcados de venas azules por el empeine y con el borde exterior enrojecido de su amante, o en el pliegue que forma la piel bajo unos pechos que al liberarse del sujetador se revelan ligeramente fláccidos, o en la amplitud de sus caderas que estiran la tela de la falda, o en el olor vagamente almizclado que invade la habitación a medida que ella se va desprendiendo de capas de ropa, el lector (al menos el lector varón heterosexual) puede encontrarse, de pronto, demasiado incómodamente alejado a lo que está acostumbrado en la representación literaria y cinematográfica del sexo y demasiado incómodamente cercano a su propia experiencia sexual.
Updike también consiguió plasmar como nadie el zeitgeist de su época, y acercarse como ninguno a la realización de La Gran Novela Americana definitiva, en esa saga de cuatro novelas (Corre, Conejo; El regreso de Conejo; Conejo es rico y Conejo en paz) y dos relatos breves que, recopilados bajo el título de Rabbit Redux (algo así como Conejo revisitado), componen una saga que abarca más de cuatro décadas de la historia social de los Estados Unidos, explicada a través de la vida de un ciudadano blanco, anglosajón y de clase media, que vive en una pequeña ciudad provinciana.
Pero tanta trascendencia, importancia, pompa y circunstancia pueden acabar cansando. Quizá para huir, y reírse, un poco de todas ellas, Updike escribió otra saga mucho menos ambiciosa y mucho menos conocida, pero mucho más ligera y divertida, que, también, abarca casi cuatro décadas de la historia social de los Estados Unidos, esta vez explicada a través de la evolución de su mundillo literario y de la vida de Henry Bech, un destacado escritor judío en el que el Updike se autocaricaturiza un poco, y otro poco a sus amigos y compañeros de generación Mailer, Roth, Bellow, Malamud y Salinger.
Henry Bech vive en Manhattan como Bellow y Malamud, es mujeriego como Mailer, un escritor muy poco prolífico como Salinger, un padre aún menos prolífico como Roth, y es judío como todos los anteriores. Updike es un WASP (una rareza en su muy hebrea generación) siempre prefirió vivir en comunidades pequeñas a las afueras de Manhattan, su producción de libros y de hijos es considerablemente extensa y, aunque la infidelidad conyugal ha sido siempre uno de sus temas literarios favoritos, se le tiene por un marido fiel de sus dos sucesivas esposas. Pero dejando aparte eso, las similitudes entre Bech y Updike son tan notables como para que aquél sea para éste un cómodo alter ego, o hasta un muñeco de ventrílocuo a través del cual ironizar sobre el mundo editorial, el mundo de la cultura institucional, el mercado del arte, sus evoluciones respectivas, las miserias de la condición de escritor y hasta las miserias de la condición de judío en esa tierra de gentiles llamada América. A través de relatos cortos que acababan siendo recopilados en volúmenes (Bech: A Book fue el primero; Bech Is Back el segundo, y ahora Tusquets, su editorial española habitual, publica por fin el último, Bech At Bay) el perplejo Bech se las tiene que ver con intercambios culturales con países de detrás del Telón de Acero o de países del tercer mundo no alineado cuya conciencia antiimperialista y antiyanqui empieza a despertar; con traductores de su obra a remotas lenguas; con el relevo generacional entre los editores; con apolilladas instituciones culturales; con el olvido de su obra por parte del mundo académico; con los críticos (mi relato favorito es Bech Noir, en el que el viejo escritor judío se transforma en una especie de Batman vengador, con capa, máscara y un sidekick femenino llamado Robin, empeñado en luchar contra los supervillanos de la crítica especializada que le amargaron la carrera y la existencia) y hasta con la Academia Sueca, pues así acaba sus cuitas este antihéroe: como un septuagenario recién estrenado como padre, recibiendo el Premio Nobel de literatura.
La saga de Bech es una lectura ideal para el verano: ligera, refrescante y divertida. Pero también es un hábil retrato del zeitgeist de una época y de una generación de escritores, ambos (época y generación) irrepetibles. De cuando la lista de los best-sellers no andaban tan atiborradas de mediocridades como andan ahora, y el territorio de la literatura era América, no por imperativo colonial sino por imperativo de talento; de cuando los gigantes aún caminaban sobre la tierra, o al menos sobre la tierra americana, flexionando los poderosos músculos literarios para ensartar el arpón del zeitgeist de su época sobre los poderosos lomos de la Gran Novela Americana (o latinoamericana), esa gran ballena blanca. Imprescindible y altamente disfrutable.
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