Patrón de patronos
Era una noche oscura y tormentosa. La lluvia repiqueteaba en los cristales de las amplias ventanas del lujoso despacho del presidente de la Confederación de Organizaciones Patronales. A través de las persianas venecianas que las cubrían refulgían, súbitamente, relámpagos que por un momento iluminaban los tejados de Madrid antes de que, entre el retumbar de un trueno, volvieran a sumirse en la oscuridad. Sentado tras el pesado escritorio de madera maciza de roble rojo americano, inclinado sobre la isla de luz que proyectaba sobre la misma su lámpara de escritorio PiaoMiao (una antigüedad muy valiosa, regalo de su antecesor en el cargo, antes de que le metieran en la cárcel por estafa continuada) Jota Erre escribía, a mano, mientras reía quedamente, para sí.
—Ji, ji, ji, ji.
—Esta vez lo conseguimos. Esta vez sí—murmuró, también para sí. Repasó la lista que estaba escribiendo. Leyó en voz alta:
—Uno: que el empresario pueda cambiar los contratos a tiempo completo por contratos a tiempo parcial, siempre que le parezca conveniente. Dos: más horas extras. Por lo menos, un treinta por ciento más. Tres: Sueldo variable. Si la facturación de la empresa es más baja de lo previsto, pues se baja... Hmmm… Pero, ¿y si es más alta de lo previsto? Ah, no, no…
Escribió unas notas al lado del concepto número tres.
—Hay que dejarlo claro: el dinero está mejor en manos del empresario, que es quien puede reinvertirlo. ¿Por dónde iba? Ah, sí. Cuatro: abolir las potestades que permitían a los jueces declarar nulos los despidos colectivos. Cinco: reducir los tipos de contrato. Seis: introducir los minijobs, que son muy prácticos. Siete: ¡Las pensiones! No me lo puedo creer, por fin vamos a poder acabar con el sacacuartos ése de las pensiones. Ji, ji, ji, ji… Empezando por las pensiones de viudedad… bueno, tampoco somos unos desalmados. Que se mantenga en el caso de personas indigentes. Ocho: los contratos de formación resultan muy baratos ¿por qué limitarlos a los menores de veinticinco años? Nada, nada, que se estén formando hasta los treinta, por lo menos. Si es por su bien. Nueve: limitar el número de días que el trabajador pueda estar de baja por enfermedad. Que ya está bien de que tanto vago no venga a trabajar porque tiene gripe o porque le ha venido la regla. Y que la baja y el alta la pueda prescribir un médico de la empresa. Ya verás como así se acaban las enfermedades laborales. Diez: que se puedan encadenar contratos temporales indefinidamente. Y que no cuenten como antigüedad… hmmm… ¿alguna más? ¿Eliminar el permiso por defunción? A Pepe le gusta ésta, dice que con la excusa de ir a enterrar a su abuela hay mucha gente que hace el vago… ji, ji, ji… pero no sé… a lo mejor es pasarse.
—Sí, sin duda—dijo una voz cavernosa y metálica a sus espaldas. Jota Erre saltó en su butaca de piel, de un respingo. Creía estar solo en el despacho a oscuras.
—¿Quién está ahí?—gritó Jota Erre, con voz trémula.
De pronto un relámpago iluminó la habitación, dibujando, a través de las lamas de las venecianas, líneas paralelas de luz sobre las paredes. Y entre las líneas paralelas se dibujó la ominosa silueta de un hombre tocado con un sombrero de ala ancha.
La habitación quedó a oscuras tan de repente como se había iluminado. La ominosa silueta desapareció.
—¿Qui-quién está ahí?—repitió Jota Erre, con la voz aún más trémula.
De pronto, algo redondo, metálico y frío se apretó contra su mejilla izquierda, mientras una mano enfundada en un guante de piel negra le sujetaba el hombro derecho ¡Alguien situado detrás de su asiento le había clavado el cañon de una pistola en la cara!
—¿Para qué es esa lista?—preguntó la voz metálica a su oído. Sin atreverse a moverse—el cañón de la pistola seguía clavado en su mejilla—, Jota Erre miró de soslayo en esa dirección. Pudo entrever un rostro cubierto por una especie de pasamontañas negro, con dos círculos de vidrio rojo refulgente donde debería tener los ojos y una rejilla metálica donde debería tener la boca. La voz metálica salía de ahí.El hombre así enmascarado iba tocado por un sombrero negro de ala ancha.
—So-son propuestas de reformas que queríamos hacer llegar al gobierno…
—Son unas reformas muy radicales. Y, sin duda, muy impopulares…
—De-deben hacerse. El mercado lo demanda. Y el mercado manda.
—La cuestión es—prosiguió el enmascarado—que cualquier político que apoyase estas medidas tan extremadamente impopulares estaría firmando su suicidio profesional. Pero si usted va a presentarlas, es porque piensa que van a ser aprobadas…
—No-no queda otro remedio que aplicarlas. Como ya le he dicho, el mercado lo demanda…
—¿El mercado? ¿O el doctor Mercado?
Y diciendo esto, el enmascarado le abrió la camisa, arrancando de un tirón los botones con la mano con la que no sostenía la pistola, dejando así al descubierto el tatuaje del carácter 富 tatuado sobre el pecho de Jota Erre. El ideograma que representa el verdadero nombre del doctor, y que identificaba a Jota Erre como uno de sus siervos del Círculo Interior del Dragón.
—Y ni siquiera el actual Presidente del gobierno es tan idiota como para no darse cuenta de que aprobar esas medidas comportaría su muerte política. Pero las va a aprobar, porque el actual Presidente del gobierno no es, en realidad, el actual Presidente del gobierno ¿no es así?
—No-no sé de qué me habla…
—Sí, sí lo sabe ¿Dónde está el verdadero Presidente del gobierno?
—Uh, bueno… ¿En la Moncloa?
El cañón de la pistola se apretó más contra la mejilla de Jota Erre.
—No abuse de mi paciencia. Está bien, se lo preguntaré de otra forma ¿Dónde tiene el doctor su cuartel general en España? Y como vuelva a decirme que no sabe de qué le hablo, sus sesos mancharán esa fotografía que tiene enmarcada en la pared, de usted dándole la mano al rey.
Jota Erre tragó saliva.
—Eh… el doctor me matará…
—Quizá. Si se entera de que me lo ha dicho. Pero yo le mataré con toda seguridad, si no me lo dice.
—Em…bueno… ¿Sabe ese aeropuerto que hay en Castellón? Ese donde no aterriza ni despega ningún avión desde que lo inauguraron…
La presión del cañón de la pistola en su mejilla se relajó.
—Si me ha mentido, volveré a por usted—dijo el enmascarado, tras lo que cogió la lista de encima de la mesa.
—En cuanto a esta lista…—añadió—hay una cosa que quiero que haga con ella.
—¿El qué?—preguntó Jota Erre.
El enmascarado arrugó el papel en su puño, formando una bola.
—Cómasela—dijo, acercando la bola de papel a los labios de Jota Erre. Y el cañón del revólver, de nuevo, a su mejilla. Jota Erre tragó saliva, abrió la boca y empezó a masticar el papel.
El enmascarado apagó la lámpara de escritorio. La habitación quedó sumida en la oscuridad más completa.
—Tráguesela—ordenó la metálica voz, desde algún punto de la oscuridad. Jota Erre así lo hizo. En ese momento, un relámpago inundó con su luz la estancia, dibujando las siluetas rayadas de las venecianas en las paredes. Pero no, esta vez, la misteriosa silueta del hombre enmascarado y tocado con un sombrero de ala ancha. Había desaparecido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario