sábado, 14 de septiembre de 2013

El viaje a ninguna parte de Coetzee

lainfaciadejesusCoetzee es un autor muy fácil de leer. Su estilo es extremadamente sobrio y despojado, esencial, con esa aparente simplicidad que en realidad es tan difícil de conseguir, tanto que sólo está al alcance de los mejores escritores. Su forma de narrar es lineal, sin disquisiciones, sin circunloquios, sin paseos a la luz de la luna ni altos para contemplar el paisaje, sin interés por conseguir a toda costa la escena impactante ni la frase genial; todo lo cual resulta bastante de agradecer, y bastante refrescante. Otra cosa es que sus historias sean tan simples como la forma en que están contadas. Especialmente las que, como esta, extreman las características metafóricas y simbólicas que también son muy de Coetzee.
Tanto por su austeridad expresiva como por su dimensión simbólica, La infancia de Jesús presenta numerosos parentescos con el Kafka de El Castillo y La condena; el Cormac McCarthy de La carretera, aunque despojado de su tremendismo (también la recuerda por su descripción de una relación muy estrecha entre un hombre adulto y un niño); el Paul Auster de El país de las últimas cosas y hasta, en cierto modo, con el José Saramago de Ensayo sobre la ceguera.
A pesar de que narrativamente esta novela está muy bien resuelta, el propósito de su autor no es contar una historia (o sí, pero ésta no parece llevar a ninguna parte, lo que motiva el desconcierto general con que ha sido recibida por la crítica y por el público), ni dibujar unos personajes, ni plantear una situación. Su objetivo parece, más bien, la especulación filosófica. Pero no queda nada claro de hacia dónde se dirige ésta. Por el contrario, parece que tanta especulación filosófica sea una pirueta de doble tirabuzón en el aire, alehop; parece que el autor se complazca en desconcertar constantemente al lector (lo que, bien mirado, es un objetivo filosófico muy válido: romper sus esquemas preconcebidos, obligarle a replantearse constantemente sus preconcebidas ideas). La invitación al desconcierto empieza ya desde el mismo título, porque la historia que aquí se cuenta nada tiene que ver con la infancia de Jesús, o al menos del Jesús en que todos estamos pensando. Aunque, por otra parte, tampoco resulta tan ajeno: los nombres bíblicos abundan, el alimento básico y casi único en ese país es el alimento bíblico por excelencia, el pan, y cuando un maestro de escuela le pide al niño que escriba en la pizarra “diré siempre la verdad”, éste escribe, en cambio “yo soy la verdad”, como Jesús entre los sabios del templo.
La narración empieza con un hombre que responde al nombre de Simón (como San Pedro antes de que Jesús le renombrara), que ha tomado bajo su custodia a un niño que se llama David (como el rey de cuya estirpe descendía Jesús). Ambos acaban de desembarcar en una ciudad llamada Novilla (¿no-villa? ¿Ninguna ciudad?) como refugiados. Como todos los refugiados que llegan a Novilla (y que conforman la mayoría de la población), ni Simón ni David conservan recuerdos de su vida pasada. Su primer destino es el centro de reubicación, una entidad burocrática e impersonal, pero que les proporciona viviendas, alimento, un nombre nuevo (no se llamaban Simón ni David; no saben cómo se llamaban antes) y clases de español, el idioma del país. Éste parece una utopía socialista hecha realidad: todo el mundo tiene un trabajo y una residencia asignada gratuitamente, sus necesidades básicas están cubiertas (la comida o es ridículamente barata, o te la dan gratis; gratuitos también son los autobuses que conforman el principal medio de transporte del país, gratuita es la asistencia sanitaria, y hasta gratuita es la asistencia a los partidos de fútbol, el principal entretenimiento de la población. Pero la comida es sosa y aburrida hasta decir basta (se basa principalmente en pan, sopa de verduras y pasta de judías, sin sal ni especias) y la gente, aunque amable y simpática, también es sosa y aburrida hasta decir basta. Cumplen con sus trabajos de forma sumisa y rutinaria, parecen carecer casi por completo de deseo sexual o, en todo caso, haber expulsado la pasión de sus relaciones: los matrimonios son una especie de acuerdo amistoso para criar a los niños y dar canal a las necesidades físicas. Hay un pasaje en el que Simón, más por curiosidad que por ganas, visita un burdel, aunque no se llama así, ni es sórdido en absoluto, sino aséptico como una clínica. Para conseguir sus servicios debe rellenar farragosos formularios, en los que debe detallar las necesidades que como solicitante desea satisfacer. Las mujeres encargadas de satisfacerlas tienen rango de terapeutas y visten bata blanca.
Mas todo el mundo en Novilla parece ser perfectamente feliz y conforme con este estado de cosas, que a Simón desazona: echa en falta algo más de reto y pasión, y eso le mantiene insatisfecho ¿Está el autor sugiriendo que en la vida es necesario el reto y el desafío, y que la satisfacción completa de las necesidades lleva al estancamiento, o por el contrario está insinuando que la felicidad estriba en la simplicidad, la frugalidad y la eliminación del deseo? Cualquiera de las dos interpretaciones puede encajar.
El relato da un giro cuando Simón encuentra a la supuesta madre de David y pierde el único objetivo que tenía en la vida. A partir de entonces se debate entre la añoranza por el vínculo que mantenía con el niño y su preocupación por cómo su demasiado consentidora madre lo malcría, consintiéndoselo todo, hasta no ir a la escuela, lo que a juicio de Simón repercute negativamente en el desarrollo tanto intelectual como social del niño. Los diálogos de la novela, tanto los que sostiene Simón con David, con Inés o con sus compañero estibadores (cuya principal actividad de ocio es asistir a grupos de debate filosófico, nada menos), se van volviendo cada vez más especulativos, y van incidiendo en los temas más diversos: la subjetividad, la trascendencia, la felicidad, el progreso, las teorías educativas, la esencia de las cosas y tutti quanti. Muchos planteamientos, pero ninguna respuesta. Y de pronto, in media res, la novela acaba, con los protagonistas (Simón, David y la madre de éste, Inés) marchando a buscar una nueva vida en otra ciudad: una nueva vida que empezarán, como la precedente, compareciendo en un centro de reubicación. No sin antes haber recogido por el camino a un joven viajero llamado Juan, como el apóstol, que se les une para compartir su suerte.
En conclusión: una novela fácil de leer, pero difícil de digerir. Una novela entretenida que no es, en absoluto, literatura de entretenimiento. Una novela que captará la atención de los amantes de la filosofía, pero que puede resultar más bien irritante para un tipo de lector más, digamos, comodón.

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