El proceso soberanista catalán está condenado al fracaso,
porque no se dan las condiciones objetivas necesarias para su éxito. Que son,
básicamente, tres, y detallaré más adelante.
Por falta de ellas, el procés es un perro muerto al que tertulianos,
columnistas y políticos del soberanismo
catalán insisten en fingir que oyen ladrar, lo cual parece un poco idiota pero
es comprensible, y al que tertulianos, columnistas y políticos de la derecha española insisten en seguir pegando patadas, lo cual parece un poco
idiota, punto (aunque quizá sea más una cuestión de mala fe que de idiotez).
Las tres condiciones necesarias para que cualquier proceso secesionista o
revolucionario no ya triunfe, sino al menos tenga algún recorrido, son, de
mayor a menor importancia: una mayoría social suficiente; un estado de
desesperación crítico que movilice a una parte significativa de la sociedad (“ambiente prerrevolucionario”, en
terminología marxista) y el apoyo, o al menos el reconocimiento, de algún organismo o potencia
internacional. Ninguna de las tres se da en el procés y en Cataluña.
Para probar la inexistencia de la última condición basta
ir a la hemeroteca. A pesar de los sucesivos esfuerzos diplomáticos del ex Honorable Artur Mas, el
actualmente Honorable Carles Puigdemont i el conseller florero Raül Romeva, en la escena internacional el
procés no ha cosechado más que portazos en las narices, algunos penosamente
humillantes, como las dos horas de plantón en la sala de espera del Centro Carter para la mediación en
conflictos internacionales que se chuparon Pugdemont y Romeva para que al final
Jimmy Carter, el mandamás de la cosa, les despachara en veinte minutos, les diera portazo (otro) y ni siquiera aceptarse hacerse la foto de
cortesía.
En cuanto a la segunda condición, a
primera vista puede parecer que sí, porque se hacen muchas manis y se cuelgan
muchas banderas en los balcones, pero es que la cosa no pasa de ahí. Hay que
tener en cuenta que Cataluña es un país… esencialmente pequeñoburgués. Y la
pequeña burguesía, ya lo dijo Marx, no es una clase revolucionaria, porque
tiene demasiado a perder en caso de conflicto, de cualquier conflicto. Según el
autor de El capital, la única clase verdaderamente revolucionaria
era el proletariado, porque como nada tenían nada tenían tampoco que perder.
Eso fue verdad hasta que la socialdemocracia desactivó su potencial revolucionario a golpe de mejora
laboral y estado del bienestar. La perspectiva de una revolución se diluyó en
Europa cuando los trabajadores empezaron a tener casa en propiedad, coche en el
garaje, seguridad social, pensiones, subsidios y la tranquilidad económica que
conllevan: mucho que perder, en suma (mucho de ello se ha perdido últimamente,
por cierto; pero eso es otra historia). La revolución francesa no la hicieron estallar los jacobinos,
ni la rusa los bolcheviques, sino, respectivamente, una masa crítica de sans culottes desesperados, hambrientos
y sin nada que perder y una masa crítica de mujiks que estaban, más o menos, en
las mismas. Jacobinos y bolcheviques fueron sendas élites políticas que se montaron
en la ola de la revuelta de la masa para cabalgarla, pero no la crearon.
Siempre pasa así.
En Cataluña esa élite política existe, pero a la masa le
falta mucha levadura. La ola es apenas una leve ondulación en la superficie, con
ocasionales crestas de espuma. “Necesitamos una movilización masiva, pero
pensar que lograremos un grado de movilización mayoritaria y permanente es no
conocer el país", dijo no hace mucho Jordi Baiget, conseller de
empresa de la Generalitat, recientemente defenestrado por manifestar sus dudas
respecto a la viabilidad de la consulta. Baiget tiene razón: no hay más que fijarse en los
que acuden a las manifestaciones a hacer ondear estelades, todos lustrosos ejemplares de la clase media
con poca cara de pasar hambre y mucha cara de querer acabar pronto para irse a hacer una costellada en el patio de la residencia
o la segunda residencia, y ver el partido del Barça en la tele de plasma. Y con
ese tipo de gente, lo siento, no se puede hacer la revolución, ni siquiera una
pequeñita, porque no están lo suficientemente desesperados, ni siquiera un
poco. Y es que, paradójicamente, Cataluña es el territorio español que menos ha
sufrido las consecuencias de la crisis económica. Aunque las haya sufrido, por supuesto, y donde
más en los cinturones obreros de Barcelona y Tarragona, paradójicamente (o
quizá no tanto) donde menos apoyo cosecha el soberanismo. El descontento o la desesperación del
proletariado urbano catalán que allí se concentra se ha canalizado más bien—como
en el resto de España y como, en el fondo, es lógico—hacia Podemos y los movimientos
ciudadanos en su órbita.
En cuanto a la primera condición, el respaldo social
suficiente, no sólo es la más importante de las tres, sino que también es la
única absolutamente imprescindible. De existir, no sólo daría por sí sola el éxito del
procés como probable, sino, casi, inevitable. Pero tampoco existe: el voto soberanista, con ser
numeroso, no llega al 50%, y lo supera, aunque sea por poco, el voto contrario
a la independencia. Alguno dirá que eso
es precisamente lo que se pretende medir con el referéndum que ha convocado el
gobierno de la Generalitat para el próximo 1 de octubre. De acuerdo, pero es
que en los últimos dos años ya se han convocado dos consultas similares,
siempre con resultados escasamente halagüeños para la causa soberanista. Quizá
a la tercera vaya la vencida, pero no es eso lo que se deduce de los datos. Que
son abundantes:
La primera consulta por la independencia se celebró el 9 de noviembre de 2014. Tuvo una participación muy baja, de alrededor
del 37%. Eso sí, de los que votaron, algo más de un 80% lo hicieron a favor de
la independencia. Pero extrapolando cifras resultan ser, escasamente, el 25% de
los catalanes con derecho a voto, un número a todas luces insuficiente. La
extrapolación es necesaria, no ya por pura higiene democrática, sino también
porque en las respectivas consultas por la independencia de Quebec y Escocia
(ambos, por cierto, contaron con una participación muy alta, de en torno al
80%) los organismos internacionales exigieron una mayoría superior al 51%
del censo para aprobar el
resultado. Y nada permite suponer que cambiarían las reglas respecto a
Cataluña.
En las elecciones al Parlament de noviembre del 2015, las que los partidos
soberanistas plantearon como plebiscitarias y el resto de formaciones
políticas, tácitamente, aceptaron que así fuera, la participación fue, en
cambio, bastante alta; algo más del 77%. Los partidarios de la independencia, la
coalición Junts Pel Sí (que engloba a la hoy gatopardísticamente renominada
Convergència, Esquerra Republicana y diversas entidades que hasta entonces
pasaban por ser cívico-culturales, o al menos con esa coartada chupaban
subvención) y la CUP cosecharon, en
conjunto, algo menos del 48% de los votos. Los no partidarios, algo más del
50%. Ergo si aquello hubiera sido de verdad un plebiscito el resultado hubiera
sido netamente contrario al sí; por muy escaso margen, es cierto. Pero casi ganar es lo mismo que perder.
En aquel momento la estrategia más sensata habría sido que Junts Pel Sí
hubiera reconocido no tener fuerza suficiente para cumplir su agenda, y se hubiera replegado a esperar
(o propiciar) mejores oportunidades. Sun Tzu aconseja, en El arte de la guerra,
retirarse inmediatamente de aquellos campos de batalla en los que uno no
cuenta con fuerzas suficientes como para prever una victoria. Pero los convergentes, los republicanos y los
cupaires no parecen haber leído al sabio general chino (mal hecho; disponen de
una excelente traducción al catalán, publicada por José de Olañeta. Se la recomiendo), y
optaron por esa actitud tan cazurramente españolaza de sostenella y no enmendalla.
Se lo permitió el hecho de que, a pesar de la derrota en votos, el
desequilibrio territorial en el reparto de escaños hizo que ganaran una estrecha
mayoría parlamentaria (72 escaños de un
total de 135). Eso les da margen de maniobra para … volver a plantear un
referéndum por la independencia, a pesar de los precedentes, y a pesar de que
en los subsiguientes sondeos de opinión, incluso en los cocinados por el mismo
gobierno de la Generalitat, la intención de voto a favor del sí se reduce
mientras que la opción por el no aumenta. El ensanchamiento de la brecha es
lento, pero progresivo; de un sondeo a otro se aprecia una tendencia. Y en
estadística las tendencias hay que tenerlas mucho más en cuenta que los
resultados puntuales.
De todas formas los resultados del próximo referéndum, si es que se llega a
efectuar, carecen no ya de importancia; sino también de credibilidad. Convocado
con una cobertura legal cuando menos discutible (y con frecuencia atascada en
la lógica de un diálogo de los hermanos Marx)
sin un censo electoral fiable, sin una supervisión idem (no va a haber
observadores imparciales, ni siquiera observadores de ambos bandos; sólo de
uno), no ofrece ninguna garantía. ¿Sería buena idea efectuar una consulta
legal que sí las ofreciera? Sí, sería. Hubiera sido una idea aún mejor haberla efectuado
ya: habría servido para clarear el ambiente, darle carpetazo al tema de una
santa vez y, probablemente, dejar demostrado que el perro está muerto. Los
referéndums por la independencia suelen ser eficaces tumbas para los procesos
independentistas; desde luego los que se pierden, como los del
Quebec y Escocia, pero incluso los que se ganan, como está pasando con el Brexit.
Pero el gobierno del PP sigue tozudamente enrocado (sostenella y no enmendalla) en no permitir la consulta, ningún tipo
de consulta, sin ofrecer ninguna alternativa a cambio. Lo cual les viene muy
bien a los soberanistas catalanes, que de esta forma pueden seguir fingiendo
que el perro no está muerto porque nadie ha extendido su certificado de
defunción. Y las patadas que recibe el
cadáver desde el bando españolista (el PP es un partido tan ranciamente nacionalista como la ex Convergència-actual PetDeGat; cambian el himno, la bandera y poco más) hacen que parezca que se mueva. Pero es que a ambos les conviene fingir que el perro no está muerto, que estaba tomando cañas. De esta forma ambos pueden enfundarse la brillante armadura del patriotismo, ese eficaz refugio de canallas contra el que prevenía Samuel Johnson, y así distraer la atención de las enormes responsabilidades que ambos han tenido y siguen teniendo en el apabullante clima de corrupción que nos envuelve, en la conculcación de los derechos laborales, en el saqueo sistemático de lo público y en el proceso de liquidación y derribo del estado del bienestar que estamos sufriendo. Pero las banderas son unos trapos muy eficaces para vendar ojos y tapar vergüenzas. Por eso en el Palacio de la Moncloa rezan porque los de la Generalitat no aflojen y eso les permita seguir presentándose como los salvaguardas de una unidad de España que, hoy por hoy, amenazada no está, y en el Palau de la Generalitat rezan para que los de Moncloa no aflojen, les apliquen el artículo 155 o cuando menos les impidan sacar las urnas de cartón a la calle, salvándolos así de hacer el ridículo y sacándolos del berengenal en el que se han enredado ellos solitos, y salvar la cara presentándose como mártires de la patria.
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