sábado, 9 de febrero de 2019

Unos huesos, una rubia boba y un burro a caballo


Mi abuelo, uno de los dos, empezó la guerra como soldado de un ejército y la acabó como soldado del otro. Mi otro abuelo ni siquiera tomó las armas; cuando empezó la guerra era funcionario de la administración de justicia de la República, y cuando la acabó se encontró con que era funcionario de la administración de justicia del Glorioso Movimiento; así, sin moverse del despacho, y estampando los mismos formularios con los mismos sellos de goma.
Volviendo al primer abuelo, fue soldado de la República porque lo llamaron a filas, más que por convencimiento, y si se pasó al otro bando fue, probablemente (no lo sé con certeza, porque de esas cosas no hablaba nunca) más por cálculo que por otra cosa. Y bien que hizo. No sabía nada de política, ni le interesaba, ni creo que entendiera un carajo. Si le hubieras preguntado si era de derechas o de izquierdas, le habrías puesto en un apuro. Era un hombre bondadoso y sencillo que no tenía más intereses en la vida que la pesca, la bicicleta, el fútbol, sus nietos y sus hijas. Probablemente se pasara la guerra pensando en la forma de regresar lo antes posible a su pueblo, donde se habían quedado su mujer y a sus hijas. Una de ellas, mi madre, me contó una vez que ni siquiera tenía ánimo para castigarlas cuando se portaban mal. Esa tarea recaía en mi abuela, que tenía más carácter.
Mi abuela tampoco es que se interesara mucho en política, aunque si se lo preguntaras se definiría, vagamente, como de derechas (ella decía “monárquica”). Eso sí, echaba pestes de Franco. Pero bueno, también echaba pestes de los curas y luego iba todos los domingos a misa. Parafraseando a Eduardo Marquina; España, mi abuela y yo somos así de contradictorios, señora (yo, al contrario que ella, ni voy a misa ni hablo mal de los curas, salvo cuando dicen alguna burrada o le meten mano al monaguillo; bueno, está bien, hablo mal de los curas con frecuencia; pero es culpa suya, no haber dicho tantas burradas y no haber metido mano a quien no debían). Mi abuela tenía un hermano, probablemente tan “monárquico”, entre comillas (y en Comillas, porque así se llama su pueblo) como ella misma, a quien el Diablo reclutó para el ejército de la República (no el tipo de los cuernos y el olor a azufre; “El Diablo” era el mote por el que se conocía en Comillas al vecino entonces encargado de la caja de reclutas. Como suele pasar en los pueblos, allí a todo el mundo le sacaban un mote; el de mi abuelo, por cierto, era “El Pernau”). Mi tío abuelo (no sé su mote, ni si lo tuvo) formó parte de la quinta del biberón, y su rastro se pierde en la batalla del Ebro. Es uno de los más de cien mil desaparecidos que aún quedan por encontrar de la Guerra Civil. Una parte de esos huesos que la senadora del Partido Popular Ester Muñoz, tan joven, tan rubia y tan moderna ella, se queja de que el gobierno se gaste tanto dinero (quince millones) en desenterrar son los suyos. Sería gracioso, si no tuviera maldita la gracia, pensar que, si los huesos de mi tío abuelo aún caminaran sobre la tierra, posiblemente votarían por el partido de la senadora Muñoz.
Otro de mis tíos abuelos estuvo preso, y condenado a muerte, en el campo de concentración de San Marcos, en León, por el grave delito de estar afiliado al sindicato de marineros de la UGT. Al final fue excarcelado, pero con la salud quebrada, y murió poco después. Otro más tuvo que exiliarse unos años y volver después a España a la chita callando, porque durante la República había formado parte del ayuntamiento, socialista, de su pueblo. Pero de esos dos no reivindicamos nada, porque sabemos qué fue de ellos, sabemos cómo murieron y dónde están enterrados. En esos relatos pudimos escribir la palabra FIN al final de la última página. Mi abuela nunca pudo cerrar el relato de la vida de su hermano. Y eso le amargó la suya. Uno de mis recuerdos de ella son sus lamentos, en voz queda, porque todas las gestiones que la familia emprendió, en vida de Franco, para averiguar su destino, no cosecharan más que hoscos silencios, cuando no desprecios manifiestos. También se lamentaba de que, en las misas en homenaje a los caídos en el pueblo, nunca quisieran incluir el nombre de su hermano.
Y ahora, seguro que algún listillo me saltará con que hubo muertos en ambos bandos. Muertos sí, pero desaparecidos, no. Todos los muertos del bando insurrecto (no lo voy a llamar “nacional” ni que me maten) descansan en tumbas con su nombre en la lápida. Todos esos relatos tienen la palabra FIN escrita al final de la última página.  En el antiguo campo de batalla del Ebro ya no queda ninguno de sus huesos; tras la guerra, el gobierno de Franco se gastó millones de pesetas en buscar, desenterrar y clasificar los huesos de todos los combatientes del bando que no voy a llamar “nacional” ni que me maten. Y bien gastado estuvo ese dinero. O lo hubiera estado, si lo hubieran hecho con todos. Pero a los huesos de los combatientes del otro bando los dejaron allí. Esa faena quedó incompleta, y es para completarla por lo que necesitamos una ley de memoria histórica y un presupuesto de quince millones de euros. Porque los relatos hay que cerrarlos, hay que escribir la palabra FIN al final de la última página. Demasiada gente en este país sigue sin poder hacerlo. Como mi abuela, que murió sin poder hacerlo.
¿Por qué, si quería llegar aquí, he empezado dando la turra con historietas sobre mi familia? Pues para demostrar, poniéndola como ejemplo, que esto no es una batalla ideológica, o no debería serlo: es una cuestión humana y sentimental, y no otra cosa. Quienes se empeñan en convertirla en un frente abierto ideológico no son (somos) los familiares de desaparecidos, sino gente como el inefable Santiago Abascal, ése al que hay que echar de comer aparte. Pienso (no es que piense que hay que echarle de comer aparte, es que es eso lo que pienso que hay que echarle de comer). Es él el que hace frentismo cuando manifiesta, no sé si montado en ese caballo blanco sobre el que tanto le gusta montarse, que “Somos la voz de aquellos que tuvieron padres en el bando nacional y se resisten a tener que hacer una condena de lo que hicieron sus familias. De aquellos que no quieren que se cambie el nombre de su calle por (el) fanatismo político de quienes quieren una España hemipléjica”. No, Santi, bájate del caballo, o del burro: familiares en ambos bandos los tuvimos casi todos: unaguerra civil es lo que tiene. Una España hemipléjica es lo que tu defiendes; una en la que sólo se hayan curado las heridas de un lado, no las de ambos. Y no mientas, nadie te está pidiendo que condenes lo que hizo tu familia. No va de eso. Nadie cree ya que los pecados de los padres pasen a los hijos, aunque lo diga la Biblia. O eso digan los curas que la Biblia dice. Pero es que los curas dicen muchas burradas. Aunque no tantas como tú. Pero bueno, al menos a ti no te da por tocarle el pitirrín a los monaguillos. O, por lo menos, eso espero.

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