jueves, 4 de mayo de 2017

Lluis Llach, de L'estaca al estacazo

Mi interés por la nova —ahora vellacançó duro algo más que lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks, pero no mucho más. Sentí por ella  el interés lógico que podía sentir cualquier adolescente catalán durante los años setenta, pero éste se apagó en cuanto descubrí el rock; de pronto, Lou Reed, David Bowie, The Clash, Joy Division o Jim Morrison se me revelaron como mucho más interesantes que todos aquellos cantautores de pantalón de pana,  rasgueos de guitarra viuda y versificación previsible; y los bulliciosos chicos y las glamourosas chicas de la entonces recién estrenada movida madrileña (que incluía a los barceloneses Loquillo y los Trogloditas y Los Rebeldes) se me revelaron como muchísimo más divertidos.

De todas formas, en lo que respecta a la nova cançó, mis preferencias se decantaban, más bien, hacia Jaume Sisa, Pau Riba (que en realidad no eran nova cançó, eran un género propio, inclasificable, personal e intransferible) Quico Pi de la Serra (por su conexión con el blues, que aún mantiene) y Joan Manuel Serrat (porque… coño, es Serrat; ése juega en la liga de los Sabina, los Dylan y los Cohen). Lluís Llach, en cambio, no fue santo de mi devoción ni siquiera entonces, porque los excesos melodramáticos sólo los soporto en la ópera, y me cargan los intérpretes que cantan como si alguien les estuviera arrancando los pelillos del escroto con unas pinzas de depilar. Además, nunca le perdonaré la forma ignominiosa en que traicionó a Kavafis, cercenando versos de su Viaje a Ítaca e intercalando  otros de su cosecha para cambiar estratégicamente el sentido del poema, el cual pasó a ser, de una oda a la sensualidad  y la joie de vivre, una oda a la militancia nacionalista. Que, como tema poético, es bastante más ramplón, aquí y en Ítaca. Eso sin mencionar que a Kavafis, griego cosmopolita contento de ser egipcio, eso del nacionalismo se la pelaba bastante.
Claro que esto es cuestión de gustos personales, y  aunque el de Porrera me parezca  una versión catalana de Camilo Sesto con coartada progre,  comprendo, aunque no comparta, que para mucha gente, en Cataluña y en toda España (anda que no vendía discos y no llenaba estadios en Madrid), pase por ser un poeta sublime y un músico de una sensibilidad exquisita. Para gustos hay colores, y el mío sólo es el mejor para mí. Y quien quiera conocer la poesía de Kavafis de verdad siempre puede recurrir a los libros.
Por todo lo antedicho comprenderán que la noticia de que Llach se jubilaba como músico me dejara bastante frío. Después se estrenó como novelista, con discreto éxito; la lectura de los primeros capítulos de la segunda de sus obras (a más no llegué) me hace sospechar que el  discreto éxito se debe, más bien, a motivos extraliterarios. Hasta ahora no ha escrito nada más,  lo que también me ha dejado bastante frío. Algo más de calidez me provocó su entrada en política, aunque fuera como buque insignia del soberanismo  (o como florero, pues no milita en ninguna de las organizaciones que componen el bloque), a pesar de ser esa una opción por la que no me inclino. Pero pensé: bienvenidos sean los intelectuales y los poetas, incluso los cursis, al prosaico mundo de la política. Alguien como Llach, y al margen de en qué lado de la bancada se siente,  podría elevar el nivel del discurso, que buena falta hace. Sí, eso pensaba.

Lo que no me esperaba es que fuera al revés, que en vez de elevarlo lo rebajara aún más. Pues, declaración pública tras declaración pública, el otrora sensible y poético cantautor se ha ido revelando como un político de supremacismos rampantes, reduccionismos simplistas y, últimamente, hasta amenazas matoniles a díscolos y disidentes (¡y a funcionarios públicos!). Suelen ser las suyas declaraciones que traslucen un mecanismo razonador  más simple que el de un sonajero, y más propio  de un votante de Donald Trump que de un sensible poeta lector de Kavafis (aunque lo traicione; no te lo perdonaré jamás, Manuela Carmena… digo, Lluís Llach).  Quizá sus más veteranos fans prefieran el Llach de antaño, el de L’estaca, al de hogaño, el del estacazo. Yo, la verdad es que no sé qué decir. Un político cazurro más o menos, habiendo tantos, ya no me viene de aquí. Y al menos ahora no canta…

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