lunes, 2 de marzo de 2020

¡Me cago en Godard!


Afirma Pedro Vallín, reputado crítico cinematográfico de La Vanguardia y autor del ensayo que se titula como este artículo, que si te crees intelectual y progre, no te sientas culpable por disfrutar como un enano viendo el último blockbuster de Hollywood. Porque el cine popular, el cine palomitero, el de Hollywood de toda la vida, es con frecuencia emancipador y vehicula ideas progresistas (sin pretender dar la brasa con ellas, lo cual es muy de agradecer), mientras que el cine de autor, sobre todo el europeo, suele tener un notable sesgo pequeñoburgués, autoindulgente y ensimismado. Y, encima, les encanta dar la brasa. Sí, Godard, estoy hablando de ti. Y de ti, Bergman, no mires para otro lado. Y qué decir de ti, Haneke, so cenizo. Y a ti, Lars Von Trier, que es que no hay quien te aguante. Señor, qué turra.

Dice también Vallín que “el materialismo histórico es una herramienta de diagnóstico formidable”, y quien esto escribe le da la razón. Pero Karl Marx lo diseñó, específicamente, como herramienta de análisis económico. Es una lástima que el pensamiento neoliberal hegemónico lo haya expulsado de ahí, donde podría ser tan útil, y en cambio se haya convertido en hegemónico en el análisis cultural, donde lo deja todo perdido de prejuicios gazmoños y moscas atadas por el rabo. Usar la metodología marxista para analizar productos culturales es como usar el martillo (o la hoz) para desenroscar tuercas. El martillo puede resultar idóneo para clavar clavos, pero usarlo en cualquier otra tarea de bricolaje es garantía casi segura de destrozo y desastre (y la hoz es excelente para segar el trigo, pero como intentes cortarte las uñas con una, ya verás). “El pensamiento marxista mira el mundo con ojos entornados. Sospecha y avizora, y a veces de tanto interpretar, sobreinterpreta” dice también el autor de este ensayo. La sobreinterpretación y los prejuicios marxistas llevan tiempo acusando a la industria de Hollywood (y a la de los cómics de superhéroes) de ser una insidiosa lavadora de cerebros puesta al servicio del adoctrinamiento neoliberal reaccionario. Y ha entronizado al cine de autor, preferiblemente europeo, como genuino transmisor de valores progresistas.
¿Es realmente así? Ya desde sus inicios, las dos derechas norteamericanas, la política y la social, han mirado mal a Hollywood (y a la industria de los cómics) por ser, a su entender, un nido de intelectuales desafectos, socialistas, comunistas, homosexuales y libertinos. Y tenían toda la razón, Hollywood siempre ha sido así. Por eso han tratado de embridarlo constantemente: con el código Hays (1934-1967) o con la caza de brujas de McCarthy (1950-1956), y han sido sistemáticamente señalados como el enemigo interior por la mayoría de los presidentes republicanos: Nixon, Reagan, Bush, y Trump. Sobre todo, Trump. Es natural que, con tantos rojazos marisabidillos trabajando juntos y en el mismo sitio, su sesgo ideológico acabara por filtrarse, de alguna forma, en lo que estaban haciendo. Y sí, por encima de ellos, vigilantes, estaban las productoras, pero las productoras estaban en aquello para ganar dinero, no para adoctrinar a nadie. Normalmente, si la cosa funcionaba en taquilla, les importaba un pimiento el sesgo ideológico, sea eso lo que sea. Total, deben pensar, si sólo se van a dar cuenta los intelectuales europeos adictos a la paja mental…
Y si no te lo acabas de creer, fíjate: la mayoría de los westerns están cortados por el mismo patrón: un grupo de granjeros, mineros o habitantes de un pequeño pueblo (las clases populares) sufren el acoso, cuando no el expolio, de un terrateniente, potentado, rico ganadero (el capitalista explotador) contra el que se alza uno, o varios, cowboys (cuidadores de vacas, el proletariado del far west) o algún sheriff que pretende imponer el imperio de la ley al rico y poderoso que se cree por encima de ella. Por ahí anda el argumento de  Raíces profundas, Río Bravo, Los siete magníficos, Solo ante el peligro, Hasta que llegó su hora, El hombre que mató a Liberty Valance, Open Range, Silverado, El hombre de las pistolas de oro, Infierno de cobardes, El jinete pálido, Sin perdón… Seguro que, de haber vivido lo suficiente como para haberlas visto, a Marx los westerns le hubieran parecido un retrato social tan valioso como los folletines de Dickens, que le encantaban. Y eran a su época lo que el cine palomitero a la nuestra.
De hecho, el villano más habitual del cine popular de Hollywood es el gran potentado, el rico magnate, el multimillonario explotador, el poderoso ventajista. Gordon Gecko (Wall Street) y Lex Luthor (Superman) serían sus paradigmas. Y el héroe más habitual, es el hombre corriente, de clase media, clase media baja o clase trabajadora, imbuido de cultura del esfuerzo y sentido de la responsabilidad social. Casi cualquier personaje interpretado por James Stewart, Spencer Tracy o Tom Hanks. Por ejemplo.
Y en cuanto al feminismo: mucho, muchísimo antes de que Ridley Scott, ese pollavieja, rodara Thelma & Louise, ya desde los tiempos del cine mudo, las comedias y los melodramas (y también, algo menos, el cine negro) se han llenado de mujeres protagonistas, emancipadas, profesionales independientes (abogadas, periodistas, empresarias, granjeras) que tomaban las riendas de su vida, incluyendo la amorosa y sexual: los personajes que habitualmente interpretaban Gloria Swanson, Greta Garbo, Katherine Hepburn, Lauren Bacall, Bette Davis, Joan Crawford, Ava Gardner o Doris Day (sí, Doris Day; esa ejecutiva publicitaria o periodista que en varias comedias consigue llevarse al huerto al guapo pero algo paradito Rock Hudson)  eran mujeres empoderadas mucho antes de que se pusiera de moda tan feo palabro. Y les enseñaban a las amas de casa sentadas en la oscuridad del patio de butacas, sin más horizonte en su vida que el cuidado del hogar y la crianza de los hijos, que se podía ser mujer de otra manera. Hollywood, gran proveedor de modelos para la emancipación femenina desde los años 40.
Y las películas sobre la guerra de Vietnam, de la que Hollywood tardó en ocuparse; pero todo lo que sabemos de esa guerra es gracias a las películas de Hollywood (El regreso, Apocalypse Now, La chaqueta metálica, La colina de la hamburguesa, Acorralado, Good Morning Vietnam, Platoon, Nacido el 4 de julio) y prácticamente todas transmiten una visión inequívocamente crítica, antibelicista y de izquierdas sobre el conflicto. Y las comedias juveniles, en las que el héroe suele ser el chico gafotas, el marginado, y el villano siempre es el matón guaperas (véase Regreso al futuro: Hollywood, denunciando el bullying desde los años 50); Y los superhéroes, como el sano granjero de Kansas llamado Clark Kent (luego Superman), el humilde chico de barrio (del barrio de Clinton, en Brooklin) llamado Steve Rogers (luego Capitán América), del huérfano del Bronx que trabaja para pagarse los estudios llamado Peter Parker (luego Spiderman) que usan sus superpoderes para ayudar a la comunidad (“su amigable vecino Spiderman”; esa es una de las frases recurrentes de Peter Parker) de forma desinteresada. Nunca los usan para lucrarse (lo que, para un  capitalista neoliberal, debe ser como una blasfemia) ni para imponerse social o políticamente (eso ya nos lo había señalado Umberto Eco en Apocalípticos e integrados); de hecho, la única vez que Superman se metió en una batalla política (él, que si quisiera podría autoproclamarse dictador supremo del planeta sin que nadie osara oponérsele; eso también lo dijo Eco) fue durante la II Guerra Mundial, cuando se fue a combatir contra los nazis. En cuanto al Capitán América, apareció en 1941, cuando en los Estados Unidos el sentir mayoritario era no implicarse en el conflicto europeo, y nació con la específica misión de combatir a los nazis; en la portada de la revista Captain America número 1, el capi aparece quebrándole la mandíbula a Hitler de un certero jab. No resulta extraño, si se tiene en cuenta que la industria de los comics de la época (como Hollywood) estaba plagada de judíos exiliados del nazismo, la mayoría socialistas, o comunistas, a los que los Estados Unidos había acogido con toda generosidad (como hoy en día Europa a los refugiados Sirios; ja, ja, ja). Sobre cómo los intelectuales judíos forjaron la industria de los cómics de superhéroes hay una excelente novela de Michael Chabon: Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay).
Y, mientras tanto, ¿qué hacían los europeos? Pues, sobre todo, mirarse el ombligo. Filmar historias de pequeños burgueses con la vida solucionada y unos pisitos coquetos y parisinos que el currante medio no puede ni soñar, cuyas máximas preocupaciones vitales son esconderle a la mujer (o al marido) que tienen una amante, o a qué playa de la Bretaña se van a ir de vacaciones a ligar (Las películas de Éric Rohmer, sin ir más lejos, suelen ir de eso). Historias ensimismadas y narcisistas sobre no se qué de su madre (Pedro Almodóvar suele transitar por ahí) o de burguesitos bien alimentados que, claro, como las otras necesidades las tienen más que cubiertas, se dedican a sufrir mucho por cuál será el sentido de su vida y su lugar en el gran entramado del cosmos, cómodamente sentados en el interior de sus residencias, prestamente servidos por el mayordomo o la mucama de turno (a Bergman le tiraba mucho eso; Gritos y susurros, por ejemplo, son casi dos horas de soportar los lloros de ricachonas ociosas y bien trajeadas muy angustiadas por no se sabe muy bien por qué, encerradas en un caserón de aquí te espero donde nunca se ve ni una puta ventana abierta, mientras llevan a la pobre criada, que es la única que curra de algo serio, por el camino de la amargura con sus caprichitos). O ir a cenar con los amiguetes de restaurante cuqui en restaurante cuqui, mientras se comen la cabeza (y el tartar de salmón con cebollino) pensando si está bien eso de tirarse a una de sus alumnas de la facultad (Woody Allen, sin ir más lejos; que será norteamericano de Brooklyn, sí, pero epistemológicamente es un cineasta europeo y mucho europeo). O sea, historias de burguesitos preocupados por sus mierdas. Mayormente.
Toda esta argumentación, aquí apenas esbozada, la desarrolla Pedro Vallín con bastante habilidad, llamando al banquillo de los testigos a Walter Benjamin, Umberto Eco, Fernando Savater o el mismísimo Karl Marx cuando toca y le conviene, y haciendo gala de una notable erudición, sobre todo cinéfila pero también de la otra, y haciendo gala también de una no menos notable capacidad para el discurso ameno y cargado de retranca, que es como llaman los gallegos (y quizá los asturianos como él) al sentido del humor, entre lo irónico y lo socarrón. Porque ¡Me cago en Godard!, ya desde el mismo título, es un libro muy, pero que muy divertido de leer. Noel Ceballos lo califica como “el mejor ensayo cinematográfico de 2019” y define su lectura como “ácida, irreverente, adictiva y tan inteligente que uno no sólo se siente más sabio cuando lo acaba, sino también más libre”. Y tiene toda la razón. Es un libro que te hace pasar un buen rato y, de rebote y sin que se te indigesten, te transmite sólidos valores progresistas. Como una buena película de Hollywood. Lo más probable es que, tras publicar semejante blasfemia encuadernada en rústica, el sanedrín de la ortodoxa crítica cultural marxista condene a Pedro Vallín al ostracismo, o a galeras. Quizá a la hoguera. Los sanedrines de las ortodoxias es lo que tienen.

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