lunes, 25 de agosto de 2025

Y no viene nadie (Aquí puede aparcar a su anciano, I)

 


Mi madre, hasta entonces una vigorosa anciana de noventa años acostumbrada a hacer su santa voluntad, sufrió un ictus de baja intensidad. La recuperación fue buena, pero no absoluta. Y mi hermana le buscó una residencia geriátrica. Un lugar de paredes blancas impolutas y jardines de césped artificial, apacible, limpio, agradable y bien equipado. El personal que pululaba por entre los residentes era joven, amable, cariñoso. Aunque, con frecuencia, hablaban a los ancianos en ese tono cantarín y algo condescendiente con que la gente cursi suele hablar con los niños o los discapacitados. Ese tono, similar a un gorjeo, con la voz dos octavas más aguda de lo normal y alargaaaando muuucho la penúltima vocal de cada palabra, siempre me ha causado cierto repeluzno; si alguna vez alguien se atreve a usar ese tono conmigo, por viejo o chocho que esté entonces, puede llevarse fácilmente un puñetazo en la nariz.

martes, 12 de agosto de 2025

Mañana cenaremos en el infierno

 


Hemos tenido suerte: los arqueros han podido cazar unos cuantos conejos y dos grandes jabalíes, que los marmitones están asando ahora mismo. Con la sangre y las vísceras de los jabalíes han preparado una gran olla de caldo negro, de la que cada hombre, por turno, ha llenado su cuenco y, tras hacerlo, se ha sentado en derredor de la gran hoguera. Yo hago lo mismo, y mientras sorbo el nutritivo caldo —espeso, oloroso, con ese regusto metálico que le proporcionan la sangre y el vino que contiene— los observo. El resplandor del fuego hace brillar sus cuerpos aceitados y sus armas bruñidas. Comen en silencio, no se oye nada más que el ocasional crepitar de la resina en los troncos que arden. Su mirada está fija en las llamas, pero su mente, sin duda, lo está en esa multitud de hogueras lejanas que brillan en la oscuridad, sobre las cubiertas de los barcos persas, y que convierten la impenetrable negrura del mar en otro cielo estrellado. Antes del ocaso, a la luz rojiza del sol declinante, conté, desde mi otero en el promontorio, cinco mil naves. Había muchas más, pero para qué molestarme en seguir contando, si me bastaba con saber que eran demasiadas. ¿Cuántos soldados del rey de reyes albergará cada uno de esos grandes barcos? Aunque fuera sólo uno por nave, serían demasiados, también.