lunes, 25 de agosto de 2025

Y no viene nadie (Aquí puede aparcar a su anciano, I)

 


Mi madre, hasta entonces una vigorosa anciana de noventa años acostumbrada a hacer su santa voluntad, sufrió un ictus de baja intensidad. La recuperación fue buena, pero no absoluta. Y mi hermana le buscó una residencia geriátrica. Un lugar de paredes blancas impolutas y jardines de césped artificial, apacible, limpio, agradable y bien equipado. El personal que pululaba por entre los residentes era joven, amable, cariñoso. Aunque, con frecuencia, hablaban a los ancianos en ese tono cantarín y algo condescendiente con que la gente cursi suele hablar con los niños o los discapacitados. Ese tono, similar a un gorjeo, con la voz dos octavas más aguda de lo normal y alargaaaando muuucho la penúltima vocal de cada palabra, siempre me ha causado cierto repeluzno; si alguna vez alguien se atreve a usar ese tono conmigo, por viejo o chocho que esté entonces, puede llevarse fácilmente un puñetazo en la nariz.

Pero bueno, eso son manías mías. Sé que la gente que usa ese tonillo odioso no suele tener mala intención. Lo que quiero decir es que aquella residencia era un lugar excelente, de la que nada malo tengo que decir, y admito que, a mi madre, al menos de momento, le convenía estar allí.

Pero, sin embargo…

Fui a visitarla el primer día. La encontré en su habitación, durmiendo la siesta. Era una habitación medianamente grande, con un baño propio, lleno de esos cachivaches que contribuyen a facilitarle el movimiento a las personas con dificultades para ello: barras de apoyo, un taburete de plástico, esas cosas.

Subí a la planta donde estaba su habitación. Pasé ante el pequeño mostrador del control de planta (así rezaba el letrero sobre el mostrador) donde había una silla y dos terminales telefónicos, pero ningún ser humano que me interceptara. Entré en la habitación. Era blanca como la sábana de un hospital recién lavada en lejía. Los muebles eran funcionales, impersonales y de color claro. Para potenciar la claridad de la estancia, supongo. Sin embargo, la habitación parecía oscura. Puede deberse a que la única ventana era bastante pequeña, y estaba situada en un extremo. Pero, incluso con las luces encendidas, en el ambiente de la estancia parecía flotar cierta nube de tiniebla que se resistía a disiparse.

Mi madre estaba tendida en la cama, y la cama tenía unos barrotes en derredor que la convertían en una cuna. O una jaula. Tras saludarnos, me pidió que la ayudara a ir al baño, que ella lo había intentado, pero aquellos barrotes de la cama se lo impedían.

—He intentado saltar por encima, pero hijo mío, esto está muy alto…

—No intentes saltar por encima. Aprieta el botón rojo para que venga alguien a ayudarte.

—Ya lo apreté, pero no viene nadie.

Trasteé un poco con los barrotes, y no tardé en averiguar la forma de bajarlos. No era difícil. Bueno, no era difícil para alguien que no esté dentro de la cama.  Ayudé a mi madre a levantarse, y a ir al baño. Comprobé, con satisfacción, que, por primera vez desde que sufriera el ictus, no necesitó mi ayuda para bajarse las bragas, ni casi—casi— para sentarse en el inodoro. Caminaba con torpeza, pero caminaba, sin bastón ni ayudante. La recuperación de las funciones locomotrices no era completa, pero estaba muy avanzada.

La recuperación mental era más difícil de calibrar. Mi madre me miraba con ojos perplejos y algo desconcertados; como si la persona que miraba a través de ellos estuviera ahí, pero lejos. Muy lejos.

—No sé qué hago aquí.

—Pues recuperarte, mamá. Has sufrido un ictus. Necesitas recuperarte.

—Ya. Pero este sitio es tan frío… no lo reconozco. No reconozco nada ¿quién me ha traído?

—Fue Luisa, mamá. Y es por tu bien.

—Por mi bien, por mi bien…

—Sí, es por tu bien. Aún no estás recuperada del todo.

—Preferiría estar en casa.

—Eso lo entiendo. Pero…

—Esto es una cárcel.

—Venga ya. No seas exagerada. Es una residencia.

—Ya lo sé. Y ya entiendo que ahora me toca quedarme aquí. Pero esto parece una cárcel. Una muy confortable, pero una cárcel.  

—Aquí estás muy bien cuidada.

—Si tú lo dices…

Costaba reconocer en aquella anciana sumisa y de expresión entre resignada y derrotada, a la vigorosa, tozuda mujer a la que yo estaba acostumbrado. Pero así era.

Al final del pasillo había una especie de salita de estar, un mirador con butacas y revistas, y grandes ventanales por los que entraba la luz del sol con mucha más fuerza que por el angosto ventanuco de su habitación. La llevé allí, donde no había sensación de tinieblas, y no tardó en aparecer una cuidadora de blanco uniforme que empujaba un carrito lleno de provisiones que le ofreció a mi madre la merienda: un café con leche y una magdalena.

—Esto no tiene azúcar—se quejó mi madre. Quizá tuviera, pero mi madre es de las que le pone café al azúcar, y no al revés. Intercepté a la cuidadora del carrito y le pedí dos sobrecitos.

—Es que mi madre es muy golosa—me justifiqué.

Estaba mi madre tomándose su café con leche atiborrado de azúcar cuando entró en la salita-mirador una anciana menuda y flaca, que recorría el pasillo empujando un andador, y repitiendo:

—¿Es que no va a venir nadie a cambiarme? Llevo media hora llamando. Estoy toda mojada, y nadie viene a cambiarme. Estoy toda mojada, y nadie viene a cambiarme. Estoy toda mojada, y nadie viene a cambiarme.

—Fíjate. Aquí hay gente muy tarada—dijo mi madre.

—No seas ceniza—repliqué yo— No creo que lleve mojada tanto tiempo. Esa pobre mujer no debe tener muy afinado el sentido del tiempo…

Ella se encogió de hombros. Al fin vi a una cuidadora, de blanco uniforme, hacerse cargo de la lastimera anciana. Nosotros bajamos a la planta principal, donde la sala de estar, llena de sillones orejeros en los que ancianos en diversos grados de minusvalía dormitaban, o miraban la teletienda (había allí instalado un televisor enorme, eficaz pastoreador de almas perdidas) con ojos y rostros vacíos de expresión.

—Ya te lo dije, aquí hay gente muy tarada. Qué caras—me decía mi madre.

—Sí, claro, es lo que uno se encuentra en un sitio de estos. Pero tú estás mucho mejor que la mayoría.

—Sí. No sé. De momento.

Cuando nos despedimos, le dije “aquí vas a estar muy bien” a sabiendas de que estaba siendo un mentiroso de mierda.

—No, no voy a estar bien—dijo. Ella sí era sincera.

Volví a casa, y me eché a llorar. No pude evitarlo. He llorado muchas veces en mi vida, como todo el mundo —miente quien diga que no—, pero aquello era distinto. Era como si se hubiera roto un dique en algún sitio. No podía parar, me resultaba imposible. Lloré como una nenaza, lloré como una perra. Lloré hasta que me dolió el pecho de tanto llorar.  Lloré recordando las expresiones vacías de los rostros de los ancianos sentados ante el televisor de la sala de estar, lloré recordando la expresión de desamparo que se le quedó a mi madre cuando me despedí de ella. Lloré recordando la anciana que caminaba, apoyada en su andador, por el pasillo diciendo, con voz lastimera, que por qué no venía nadie a limpiarla, que se había mojado toda y había llamado a las cuidadoras hacía media hora “y no viene nadie, no viene nadie”.

Y no viene nadie.

Volví al día siguiente, y los subsiguientes. Esta vez sin llorar. El mostrador de control de planta siempre estaba vacío. Luego, a eso de las seis, que es cuando vienen la mayoría de las visitas, sí que solía haber alguien ahí sentado. Yo solía ir entre las tres y media y las cuatro menos cuarto, porque descubrí que era la hora en que mi madre se despertaba de la siesta, y no corría peligro de cruzarme con mi hermana, que si viene a visitarla, es por la mañana. No, no nos llevamos bien. Godzila y King Kong se llevan mejor que nosotros dos.

Mi madre se me quejaba, cada día, de que la dejaban sola encerrada en la cama con barrotes, que no venía nadie a liberarla para que pudiera ir al baño.

—Tienes que llamar con el botón rojo—le decía.

—Ya lo hago, y me harto de dar golpes con el bastón en la mesita, pero no viene nadie.

—¿Nadie, nunca?

—Sí, al final viene alguien, y me dice que es que tienen mucho trabajo, porque les llama mucha gente a la vez.

—Será verdad. Pero ¿son simpáticos contigo?

—Sí, son simpáticos, cuando vienen.

No quise reprocharles la tardanza a las cuidadoras. Supuse, porque pasa en todas partes, que la dirección mantenía el personal al mínimo, para reducir gastos. Y los dejaban a ellos, los que menos culpa tenían, como parachoques de las quejas de los residentes y los visitantes. Sí le dije a una cuidadora —muy simpática, en efecto—que mi madre no necesitaba barrotes en la cama, que conservaba suficiente movilidad como para levantarse e ir al baño sola.

—Sí, ya veo que la tiene, y por nosotras no se los pondríamos, trabajo que nos ahorraríamos, pero son órdenes de la doctora. Estima que hay peligro de caída. Su madre es muy alta, y anda un poco torpe…

Mi madre es muy alta, en efecto, un metro setenta y seis de mujer. Eso siempre había sido, para ella, motivo de orgullo. Presumía de que, a sus ochenta y muchos, incluso a los noventa, aún podía caminar muy derecha, sin más ayuda que la ocasional de un bastón. Pero los altos tenemos el centro de gravedad muy elevado, lo que comporta mayor inestabilidad. Y que, cuando nos caemos, nos caemos de más arriba. Así que, bueno, lo dejé estar.

Un día, el segundo o el tercero, llegué a la misma hora de siempre, pasé ante el mostrador del control de planta como siempre vacío a esa hora, y me encontré la puerta de su habitación cerrada. Tienen una cerradura peculiar: si se cierra, no se puede abrir, ni desde dentro ni desde fuera, más que con la llave de alguno de los empleados. Por eso las puertas suelen estar siempre abiertas, y falcadas con una pequeña cuña de madera. Llamé con los nudillos.

—¿Quién es?— me respondió mi madre, desde el otro lado.

—Mamá, soy yo. Aprieta el botón rojo, para que venga alguien a abrirme.

—Ya he llamado.

—Vale.

Sí, había llamado, porque la luz roja sobre la puerta se había encendido, y parpadeaba. Esperé.

Pasaron cinco minutos, pasaron diez. El pasillo seguía desierto.

—Mamá, vuelve a apretar el botón rojo.

Oí golpes. Mi madre debía estar dándole una buena paliza a la mesita de noche con el bastón.

Pasaron cinco minutos más. Y cinco más. Ya eran veinte. Fui al mostrador de control de planta, que seguía desierto. Allí había un terminal telefónico con una luz roja—otra— que parpadeaba para nadie; y, en la pequeña pantalla de cristal líquido, el número de habitación de mi madre. Junto a ese terminal telefónico había otro, distinto, que exhibía una fila de botones con etiquetas de direcciones diversas. Fui apretándolos, uno por uno. Cada vez que lo hacía se encendía una luz piloto roja al lado, y en la pantalla de cristal líquido aparecía un mensaje, siempre el mismo: número no asignado.

Veinte botones y ninguno estaba asignado.

Entonces, se me ocurrió una idea loca: las dos habitaciones contiguas a la de mi madre estaban abiertas, y vacías. Me metí y apreté el botón rojo de cada una de ellas. Las luces rojas sobre las respectivas puertas se iluminaron, y empezaron a parpadear. En otra habitación me encontré a un anciano caballero que miraba la tele desde la cama.

—Disculpe—le dije—¿le importa que apriete su botón de llamada? Es para una emergencia.

El anciano caballero me miró con desconcierto, pero al cabo sonrió.

—Sí, sí, claro—dijo, y me alargó él mismo su botón.

Le di las gracias, lo apreté y me marché. El anciano caballero parecía divertido, quizá disfrutaba de la novedad. Su luz roja también se puso a parpadear. Estaba convirtiendo el pasillo en un árbol de Navidad de luces rojas parpadeantes. Pero seguía sin acudir nadie.

Pasaron diez minutos más. Cuando, en el cómputo total, llegué a los treinta y cinco, se me ocurrió otra cosa: busqué, en mi propio teléfono, la página web de la residencia, y llamé al teléfono de contacto que allí se ofrecía. Me respondió un robot.

—Ha llamado usted a la residencia…. Si desea información, pulse uno. Si desea…

Llamé a información, y por fin pude hablar con un ser humano.

—¿Podrían enviar a alguien a la habitación ciento dieciséis? Ha llamado hace treinta y cinco minutos.

Un silencio incómodo.

—Sí, ahora aviso.

Al poco vino una cuidadora, toda azorada, la pobre. Abrió la puerta. Mi madre estaba tratando de saltar los barrotes de la cama, porque quería ir al baño. La cuidadora insistió en ayudarla. En ese momento vino otra, y entre las dos se aplicaron, muy diligentes, a asistirla en una tarea que casi podía hacer por sí sola.

Mientras tanto, yo esperaba fuera. Con dos ayudantes en el baño era más que suficiente, pensé. No se necesitan tantas manos para bajar unas bragas. Y me acordé de la anciana que, el día anterior, había encontrado deambulando por el pasillo, quejándose de que estaba toda mojada y no venía nadie a cambiarla.

Luego vino otra empleada, y me pidió disculpas por el retraso. Es que tenemos mucho trabajo, nos llaman muchos a la vez. Yo no insistí. Era consciente de que estaba hablando con un parachoques.

Cuando me despedí de mi madre, volví a decirle, como buen mentiroso de mierda:

—Aquí vas a estar bien, mamá.  

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