sábado, 13 de septiembre de 2025

El último bastión del pudor (aparque aquí a su anciano, II)

 


Mis visitas diarias a la residencia de ancianos pronto se amoldaron a una rutina: llegaba un poco antes de las cuatro de la tarde, pues era la hora en que mi madre, como un reloj, despertaba de su siesta y le entraban ganas de ir al baño. Al que no podía ir sola, no porque no pudiera andar—podía, a su tambaleante manera— sino porque estaba encajonada en una cama con listones a los lados que la convertían en algo semejante a un corralito para gallinas, que la debilidad de sus piernas no le permitía saltar.  

—Y por qué no llamas con el botón rojo, mamá, para que venga alguien a ayudarte. Para eso está.

—Ya llamo, hasta desgastar el botón, pero no viene nadie.

Y no viene nadie.