Mis visitas diarias a la residencia de ancianos pronto se amoldaron a una rutina: llegaba un poco antes de las cuatro de la tarde, pues era la hora en que mi madre, como un reloj, despertaba de su siesta y le entraban ganas de ir al baño. Al que no podía ir sola, no porque no pudiera andar—podía, a su tambaleante manera— sino porque estaba encajonada en una cama con listones a los lados que la convertían en algo semejante a un corralito para gallinas, que la debilidad de sus piernas no le permitía saltar.
—Y por qué no llamas con el botón rojo, mamá, para que venga
alguien a ayudarte. Para eso está.
—Ya llamo, hasta desgastar el botón, pero no viene nadie.
Así que mi madre, cuando la presión en la vejiga la
despertaba, aguardaba, no sé si pacientemente, mi llegada, para que yo desmontara
los listones de madera de su corralito para gallinas y la ayudaba a levantarse
y a ir al baño. También la ayudaba a bajarse el pañal, y, a veces, se lo
cambiaba: los cuidadores solían dejar recambios limpios en un estante junto a
la ducha, con toallas limpias y rollos de papel higiénico. Es un círculo que se
cierra, pensaba a veces, al ayudarla: ella me cambiaba a mí los pañales al
principio de mi vida, y yo se los cambio a ella al final de la suya. Estamos
acostumbrados a pensar en la historia, y en la vida, como un viaje rectilíneo,
pero, en realidad viajamos en círculos que se cierran constantemente sobre sí
mismos. Nietzsche lo llamaría el eterno retorno. Pero no hace falta recurrir a
filósofos bigotudos y redichos para comprender eso: hace mucho que la sabiduría
popular lo tiene asumido.
Una vez cumplidas las necesidades fisiológicas, el siguiente
paso en la rutina era ponerle los pendientes—mi madre se negaba obstinadamente
a salir de su habitación sin llevar las orejas adornadas— tarea más enojosa que
cambiar pañales, porque con la flaccidez que conlleva la edad la piel de los
lóbulos, y con ella los agujeros que los perforaban, se habían ido deformando, hasta
el punto de que meter por ahí el dichoso ganchito ponía a prueba mi pulso, y
mis nervios. Luego nos íbamos a sentar en los sillones de la galería del final
del pasillo (de tapicería verde caqui, color sufrido, y de material plástico,
fácil de limpiar) a que se tomara el también rutinario café (descafeinado) con
leche (desnatada) de la merienda. Y para, si es que había por allí otras
residentes tomando su pobre excusa de café con leche, conversar un rato,
siempre sobre los mismos temas: lo aburridas que son las tardes, lo mala que es
la comida, lo escaso que es el personal, lo mucho que tardan en atender las
llamadas con el dichoso botón rojo, lo agobiadas que estaban ellas, que durante
tanto tiempo habían sido mujeres libres y dueñas de su destino, de tanta norma.
Día tras día también fui aprendiendo algunas de las rutinas del
centro: los miércoles por la tarde, en la gran sala de estar de la primera
planta, esa que yo, para mi fuero interno, había rebautizado como “allá donde
dormitan los zombis”, celebraban una sesión de bingo. El premio al ganador era
un aplauso. Los jueves y los domingos, a mi madre le tocaba ducha. Su
habitación disponía de baño propio, perfectamente adaptado: sin obstáculos
arquitectónicos y con suelo antideslizante.
—Se te pegan los pies, en ese suelo.
—Es como debe ser, mamá. Para evitar resbalones…
—Viene una tipa muy gorda y me ducha. Me deja en pelota
picada, con el culo al aire…
—Claro. No pretenderás que te duchen vestida…
—Sin miramientos.
—tendrá prisa. Y mucho trabajo.
—Al menos, podría cerrar la puerta.
No respondí a eso. Sólo hay una cuidadora para duchar a
todos los residentes del pasillo, y es un pasillo muy largo; mucho trabajo para
hacerlo en poco tiempo, el justo antes de la hora de pastorearlos en rebaño,
con sus andadores y sus sillas de ruedas, hasta el comedor donde servirán el
desayuno. Pero los ancianos suelen ser pudorosos, y muchos de ellos, como mi
madre, se aferran a su pudor con la vehemencia de quien ya ha perdido
demasiadas cosas por el camino —orgullo, independencia, autoridad, movilidad,
recuerdos; hasta respeto— y han hecho del pudor el último bastión que
salvaguarda su dignidad. Ese bastión que, en la residencia, las fuerzas
externas asaltan y derriban constantemente y sin miramientos.
—Y por la mañana quieren que les de la dentadura. Y por qué
tengo que dársela, si es mía.
—Tienen que lavarla, mamá.
—Ya la limpio yo, dos veces al día, como he hecho siempre. No
necesito que ningún extraño me manosee la dentadura con sus zarpas.
—Son las normas…
—Normas, normas… sólo saben que poner normas. Que si ahora
déjate vestir, que si ahora déjate desnudar, que si ahora quédate ahí como
viniste al mundo, que si ahora te ducho, que si ahora te acuesto, que si ahora
te levanto… Para mí que se las inventan sobre la marcha. Esto es humillante, es
degradante. No quiero que nadie me toque la dentadura, es mía.
—Yo también te la pedía para lavarla, cuando estabas en el
hospital.
—Pero tú eres mi hijo. Es distinto.
Tampoco respondí a eso. Con la dentadura nunca hubo mucho
problema entre nosotros, pero recordaba lo que le costó acostumbrarse a que le
cambiara los pañales, por muy hijo suyo que fuera. Como para tener que
acostumbrarse, encima, a que se los cambie un extraño. O una extraña apresurada
y brusca.
Un día llegué a la hora acostumbrada, pero me encontré la
habitación llena de cuidadoras revoloteando en todas direcciones, como gallinas
blancas sin cabeza. Hasta la administradora andaba por allí. Pero en la cama no
había nadie.
—Espere fuera, su madre está en el baño—me dijo alguien. Y
efectivamente, por la rendija de la puerta entreabierta la vi sentada en la
taza, cabizbaja, sin pantalones, sin medias, sin bragas. Gimiendo.
—Qué vergüenza, qué vergüenza…
—Es que ha tenido un accidente y se ha ensuciado—me dijo
alguien. Quizá el mismo. O la misma.
—¿Cómo que ha ensuciado?
—Bueno, se ha mojado el pantalón.
—¿Cómo que se ha mojado?
—Bueno, ya sabe. Un poco.
—Dígale a su madre que no se preocupe por eso—me dijo la
administradora, con una sonrisita que se me hizo, inmediatamente, muy
antipática—que yo, después de tener dos hijos, también tengo pérdidas.
Pensé decirle “no creo que sea, ni mucho menos, lo mismo”,
pero ya se había ido, sin dejar de sonreír, tan contenta, supongo, de haber
sentado cátedra y haber soslayado la crisis, dejándome allí con el corifeo de
gallinas blancas decapitadas.
Esperé fuera. Del baño entraban y salían dos, tres
cuidadoras, con pantalones limpios para adentro, con pantalones mojados para
afuera, con pañales. Mientras tanto, otras deshacían la cama, se llevaban
sábanas, traían otras, hacían la cama. Y mi madre, desde dentro del baño, seguía repitiendo: Qué vergüenza, qué
vergüenza, qué vergüenza.
Vino la supervisora, a pedir explicaciones. Que si se había
caído, le dijo alguna. Que no me he caído, replicaba mi madre, con una firmeza
que no admitía dudas. Que si se le ha escapado el pis. Que si no. Que si la han
encontrado en el suelo, o caminando descalza por el pasillo, o a medio camino
del baño.
Al final pude hacerme una idea de lo que había pasado: mi
madre se había despertado de la siesta, como cada día, con ganas de hacer pis.
Como yo no estaba allí, pulsó el botón de llamada. Y lo pulsó. Y lo pulsó. A
los ¿veinte minutos? ¿media hora? De que nadie acudiera, y como se resistía
obstinadamente a hacérselo en el pañal (demasiada indignidad para ella) trató
de saltar por encima de los listones de su corralito para gallinas. Y cuando
por fin acudió alguien, quizá atraído por el ruido, la encontró así, medio
colgada de los listones que cierran la cama, con el pañal descolocado por la
mala postura y el pis escapándosele pierna abajo. Y entonces, el zafarrancho de
gallinas blancas sin cabeza…
Cambiaron las sábanas, hicieron la cama, que quedó blanca,
lisa e impoluta; a mi madre la lavaron, le pusieron ropa limpia y la sentaron
en el sillón que hay en la habitación. Y entonces, por fin, pude hablar con
ella.
—Qué vergüenza, hijo, qué vergüenza.
—No pasa nada, mamá.
— Me lo he hecho todo encima.
—Bueno. Es un accidente. Nos puede pasar a todos.
—No venía nadie, yo llamaba y no venía nadie. Y al final no
he podido más, se me ha escapado y me lo he hecho encima.
—Bueno, ya está.
Entonces, rompió en llanto. No tengo recuerdos de mi madre
llorando. No con esa intensidad, al menos. Sólo ese, ahora.
—Yo no puedo vivir así. Qué vergüenza. Qué vergüenza, Yo no
puedo vivir así. Qué vergüenza—repetía, entre sollozos.
Al final, tras repetir esa letanía unas cuantas veces, se
calmó. Al menos, lo suficiente como para que pudiera acompañarla a los sillones
de plástico verde caqui de la galería al final del pasillo, a que se tomara su
café descafeinado con leche desnatada.
Desde entonces, procuro llegar un poco antes, en mi visita
diaria a la residencia.









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