lunes, 26 de abril de 2010

No cilla d'A gustín

O sea, ninguna cilla proporciona placer pequeño. ¿Que qué es una cilla? Puede ser una licencia (post) poética. Claro que también puede ser un mueble para centarce.
Parece una tontería, pero no, es postpoesía; bueno, en realidad es una tontería, pero viene a cuento; dejen que me explique.
No hace mucho asistí a un recital de poesía. Un tipo barbudo de largas melenas grises (sí, uno de los poetas) salió al escenario y mostró al público un guante negro y una foto del Guernica de Picasso. Entonces se puso la foto sobre la frente y empezó a arrearle guantazos con el guante negro que sostenía con la otra mano. Durante un minuto. El poema tenía su originalidad y su gracia, no lo niego. Pero ambas las captabas, y las perdías, después del segundo guantazo. Y aún te quedaban por aguantar cincuenta y cinco segundos de guantazos.
Luego salió a escena otro poeta, con un folleto de rebajas de unos grandes almacenes en la mano, y se puso a leérnoslo con mucho énfasis melodramático. Interesante propuesta… durante los primeros segundos, los que tardabas en pillar el chiste. A partir de ahí, aburría. 
Luego volvió a salir el de las greñas grises. Se puso un soldadito de plomo encima de la cabeza y contó hasta 31, repitiendo cada número tantas veces como indicaba su valor ordinal. Ése era un fragmento del poema, no el poema en su totalidad, que llegaba hasta 200 (dicho 200 veces) y su recitado duraba unas dos horas. De nuevo, lo mismo: todo el sentido, la gracia y la originalidad de la obra la tenías completamente captada antes de que el poeta llegara al 5. Pero aún te quedaban 195 números por soportar.
Por alguna razón que se me escapa (no, no se me escapa; estoy siendo sarcástico) ese recital de poesía me recordó el Proyecto Nocilla. Una trilogía, nada menos. Como el tocho ése de Millennium. O como El Señor de los Anillos, otro tocho notable. Dos mamotretos con los que la Nocilla tiene más parentesco de lo que parece; como ellos, su gran mérito es haberse convertido en objeto de culto fervoroso por parte de una tribu de frikis (no los mismos frikis: son tres tribus distintas, ojo). 
Fernández Mallo presentó (léase publicitó) Nocilla Lab arropándola en una serie de teorías sobre la modernidad vanguardista: literatura postpoética, literatura afterpop, literatura post Google, literatura mutante, literatura de la Guerra de las Galaxias… la clase de cosas que te inventas para parecer interesante a las chicas cuando eres feo y no sabes tocar la guitarra. Quizá no sea el caso, a pesar de que F.M. no tiene pinta de saber tocar la guitarra y es más bien feíllo, el pobre (no un feo interesante ni un feo de solemnidad; la suya es una fealdad sosaina de esas sin pena ni gloria, sin tormento y sin éxtasis) pero ha conseguido parecer interesante, no sé si a las chicas, pero sin duda a un sector de la crítica literaria, comprensiblemente hastiada de la dictadura totalitaria del best-seller y ansiosa de algo nuevo y diferente, que han creído ver en él, y en consecuencia le han saludado como la gran esperanza blanca de la literatura de vanguardia, cabeza visible de una nueva generación literaria (la generación Nocilla, compuesta por Agustín Fernández Mallo y basta) y renovador sin retorno de las formas de hacer literatura. Nada menos. 
Lo malo es que la propuesta vanguardista y original de Nocilla no es, en realidad, ni tan nueva ni tan original. Lo de la fragmentalidad del texto ya lo había practicado Macedonio Fernández en Una novela que comienza (1920) y Ricardo Piglia en Prisión Perpetua (1980). Y Julio Cortázar en La vuelta al día en 80 mundos (1967). Y en Último round (1969). Y William Burroughs en El metro blanco (1971), Ciudades de la noche roja (1981) y un montón más de libros suyos: hasta en El almuerzo desnudo, en cierto modo. Incluso San Jack Kerouac hizo algo por el estilo en Visions of Cody. Vale, ninguno de estos libros es exactamente Nocilla, pero la recuerda. Y los resultados son, indudablemente, mucho más satisfactorios.
Lo de las metáforas referidas al mundo cibernético y/o catódico ya lo había practicado (también de forma más satisfactoria) William Gibson y, en general, la mayor parte de los escritores del movimiento Ciberpunk. En los años 80. O sea, como quien dice, en la prehistoria.
Despojada del más bien falso brillo de lentejuelas de sus etiquetas postvanguardistas, queda valorar la trilogía Nocilla por sus méritos estrictamente literarios. Que en mi humilde, particular y muy discutible opinión, son bastante relativos.
Las tres nocillas no son novelas en el sentido convencional del término. El mismo Fernández Mallo, cargado de razón, ha dicho que “a mí eso de escribir una novela con introducción, nudo y desenlace me parece muy difícil”. Y ciertamente lo es. Como también es muy difícil construir un avión a reacción: resulta mucho más sencillo construir un tirachinas. Sin duda. Pero prueba a volar de Madrid a Nueva York usando un tirachinas. 
Claro que ni On The Road ni Finnegan’s Wake ni Naked Lunch son novelas convencionales con introducción, nudo y desenlace; pero probablemente su ejecución fue aún más difícil que la de una novela convencional con introducción, nudo y desenlace (o la de un avión a reacción); y, por otra parte, tampoco le podemos exigir a Fernández Mallo que tenga el talento de un Jack Kerouac, o un James Joyce, o un William Burroughs. Pobrecillo. A dónde vas a parar.
La trilogía Nocilla es el equivalente literario de un tirachinas con el que se pretende que volemos de Madrid a Nueva York. También podría ser el equivalente de una cilla, por aquello de que no proporciona placer pequeño (ni grande); ahora ya saben qué puede ser una cilla, aparte de un mueble para centarce.
La primera parte, la que inició la moda, la llamada Nocilla Dream, es un texto de unas 200 páginas donde se mezclan historias propias, textos copiados del periódico y fragmentos copiados tal cual de otros autores. Es como una película que sólo cuenta con momentos álgidos, pero ninguno de transición, ninguno que construya trama ni atmósfera ni personajes. O sea, que trozo por trozo resulta divertido y ocurrente, pero sin nada especialmente memorable, y mucho menos emocionante. 
En la segunda parte, Nocilla Lab, al menos un tercio de sus 205 páginas no las ha escrito Fernández Mallo (bueno, en la primera tampoco). Hay fragmentos de la voz en off de la película Apocalypse Now, fragmentos del libro El pop después del fin del pop, de Pablo Gil, y entradas de la Wikipedia, reproducidos por el socorrido sistema copy-paste. También hay unas cuantas historias originales (más o menos) de Fernández Mallo, que se van intercalando entre ellas y con los fragmentos espurios: la de un tipo que vive en una azotea y tiende en las cuerdas del tendedero hojas con teoremas matemáticos (como en 2666, de Bolaño); la de una paleontóloga que vive en Londres; la de un percebeiro gallego que compra ordenadores de segunda mano; la de un operador de grúa del puerto de Nueva York; la de una gente que tiene una granja de cerdos en un edificio urbano; la de unos niños que atraviesan fronteras de la extinta URSS a través de túneles; la de un marine norteamericano en Irak; la de un tipo que sale a correr (como en Forrest Gump, de Winston Groom). Todo esto en conjunto conforma un batiburrillo bastante bostezable. 
En la tercera parte, Nocilla Experience, en cambio, el autor parece volver a un cierto clasicismo. Bueno, hay fotos, hay un cómic y hay fragmentos en Courier, para que no sea dicho, pero también hay un narrador que explica con sencillez experiencias banales: estancias en campings, un viaje de pareja a una isla italiana, anécdotas de la vida universitaria del autor, recuerdos de una visita a Las Vegas… luego hay una segunda parte, más bien chirriante, donde se plantea el tema del doppelgänger, una tercera parte de popurrí de fragmentos, y el cómic. Y Fin. Los personajes son superficiales y al cabo poco interesantes, sin relieve ni emoción, pero en el fondo , en este libro, Fernández Mallo sólo habla, en realidad, de Fernández Mallo (como Juan Francisco Ferré en Providence sólo habla de Juan Francisco Ferré; la vanguardia suele estar fatalmente abocada a la masturbación narcisista) aunque, eso sí, sin relieve ni emoción. De todas formas Nocilla Experience se lee algo mejor que los otros dos. No porque sea más fácil de leer, que es igual de fácil o de difícil, sino porque al menos aquí hay un mínimo de calor humano para confortarse. No mucho, bien es cierto, pero en fin, menos da una piedra.
De todas formas, y ojalá me equivoque, mucho me temo que el destino literario de Fernández Mallo será como el de un cohete de pirotecnia, fatalmente abocado a desaparecer en seguida y sin dejar rastro, tras haber llamado mucho la atención con la explosión de su brillo efímero.

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