jueves, 28 de octubre de 2010

Et j'ai pleuré



Lo confieso: yo lloro mucho. Sobre todo en el cine, cuando, protegido por la oscuridad y el anonimato, nadie me ve. Lloré cuando a Michael Corleone le matan a la hija en las narices mientras suena el aria de Caballería Rusticana, en El Padrino III. Lloré cuando todos los antiguos esclavos liberados por Espartaco se levantan para declarar: “Yo soy Espartaco” ante el general romano, en Espartaco. Lloré al ver cómo a Nelson Mandela le vitorean por primera  vez los blancos que antes tanto le odiaban (“Nelson, Nelson, Nelson, Nelson”) en Invictus. Y lloré al leer el poema homónimo de Wiliam Ernest Henley, que inspiró al Mandela real en la cárcel real donde estuvo realmente preso.

Lloré cuando Francesca ve cómo la furgoneta de Robert Kincaid se aleja para siempre entre la lluvia, en Los puentes de Madison.  Incluso se me humedecieron los ojos al mismo tiempo que los de Clint Eastwood (¡Clint Eastwood lloraba!) mientras mira el cadáver de su amigo el nativo, arrollado por un elefante en Cazador blanco, corazón negro. Y ahora que caigo, las tres últimas películas mencionadas son de Clint Eastwood. La de veces que me ha invitado a llorar sin complejos ese tío tan macho. Seguro que Clint Eastwood hace llorar hasta a Chuck Norris.
Lloro cuando, en la ópera Porgy and Bess,  de George Gershwin, al inicio del segundo acto, durante el funeral, suena aquello deMy man's gone now/Ain't no use a listenin'/for his tired footsteps/climbin' up the stairs. Y cuando Porgy (a ser posible interpretado por el magistral bajo-barítono Williard White) entona el aria de la gran final Oh, Lawd, I’m on my way. Y lloré mucho, muchísimo, leyendo Los miserables de Víctor Hugo. Lloré  al leer la última frase del capítulo que relata lo que Fantine se ve obligada hacer (vender su pelo primero, y luego sus dientes, a un fabricante de pelucas y dentaduras postizas) para satisfacer las demandas del pérfido bodeguero Thénardier, que supuestamente debe hacerse cargo de la manutención de su hija Cosette y en realidad la trata como a un perro, mientras sus propias hijas engordan con el dinero que les proporciona Fantine. Pero finalmente Fantine se queda sin pelo y sin dientes que vender, desesperada por los constantes requerimientos de dinero de Thénardier, que la amenaza con dejar a Cosette en la calle. y Víctor Hugo, gran escritor, dueño de los recursos de su oficio, cierra el capítulo con una única frase lapidaria:
La infeliz se hizo prostituta.
Lloré cuando, más adelante, Jean Valljean, cumpliendo el juramento que le hiciera a Fantine en su lecho de muerte, rescata a la pequeña Cosette de las garras de Thénardier y le regala la muñeca más bonita del escaparate de la juguetería, a ella, que dormía en el hueco de la escalera con la ceniza y la escoba y no tenía más juguete que unos trapos sucios. Y lloré como llora Jean Valljean junto al fuego del hogar, cuando, ya anciano, el flamante nuevo marido de la adolescente Cosette, un petimetre al que Valljean había salvado la vida, le prohíbe visitar a su hija adoptiva porque se ha enterado de su pasado como presidiario prófugo.
Lloré al escribir, en Un trabajo nocturno, cómo un hijo muere en brazos de su padre cuando estaban a punto de reconciliarse.
También, claro, ha habido momentos en que mi llanto no fue motivado por un placer estético, sino por un pequeño drama de la vida real. La muerte de mi padre. La muerte de mi abuela. La vez en que me dejó mi primera novia (las otras veces no lloré: con la experiencia uno se vuelve galápago y segrega conchas). La vez en que una bancarrota me obligó a abandonar mi casa y mi ciudad. La vez en que mi novia (otra) perdió el   niño que esperábamos. Aunque entonces, lo confieso sin orgullo, fui mucho más pudoroso a la hora de mostrar mi llanto. Ahora creo que no tenía por qué haberlo sido.
Y, quizá, de haber tenido que despedirme de los que habían sido mis colaboradores durante varios años, como hizo el ministro Moratinos recientemente, habría llorado. No le tengo especial aprecio al ministro ni me inspira especial simpatía, pero soltar una lagrimita en esas circunstancias me parece lógico y hasta previsible. Nada que llame la atención. Excepto, quizá, la de Arturo Pérez Reverte, ese hombre tan masculino. Ilustre escritor, académico de la lengua y famoso cascarrabias faltón. Pudiéndose meter con Moratinos por tantas cosas con razón (por su gestión de la política exterior durante su mandato, por ejemplo) va y se mete con él, precisamente, por soltar una lagrimita al despedirse de los suyos. Es un mierda, dijo al respecto, como si el que un hombre llore en público fuera lo peor que pudiera hacer.
Menos mal que tenemos a modelos de conducta como Pérez Reverte para dejarnos claro lo que es ser un hombre de verdad, en estos tiempos tan amariconados, sensibleros y feministoides. Pérez Reverte es tan hombre que seguro que no lloró ni al ver cómo mataban a la madre de Bambi. Seguro que al ver la escena ésa con que Disney ha traumatizado a varias generaciones de infantes dijo: “Cojonudo, ya podemos macerarla en vino, hacerla a la cazuela y comérnosla con un buen rioja de acompañamiento”. "Y los higadillos del conejo Tambor, de aperitivo" . "Vamos anda. Que a mí no me hace llorar ni Clint Eastwood".

2 comentarios:

Marian dijo...

Xavier, una de las cosas que más me emociona es ver a mi padre cuando se le escapa alguna lagrimita.

Los hombres también lloran y me alegro de que sean capaces de hacerlo.

Enric Pérez dijo...

Te has dejado en el currículum de Reverte lo de aguerrido reportero de guerra, alias Antoñita la fantástica.
Yo siempre lloro en "¡Qué bello es vivir!", da lo mismo que la haya visto ya cinco mil veces. O en el final de "Shakespeare enamorado", cuando Will y Viola se despiden. E indefectiblemente lloro al final del aria Nessum Dorma, de Turandot de Puccini, cuando llega aquello de "al alba vincero, vinceroooo, vinceroooooooo...."
Estamos hecho unas nenazas, qué le vamos a hacer.