Hay como una moda entre una parte de la parroquia literaria española (la parte que se las da de progre*) consistente en denostar a Hemingway por “sobrevalorado” (?) “racista” (??), “narcisista” (???) pero, sobre todo —acabáramos: con la iglesia de lo políticamente correcto hemos topado, amigo Sancho— por su machismo trasnochado, defensor de actividades tan políticamente incorrectas como los toros, la caza, la guerra, el boxeo, acostarse con muchas mujeres, vaciar muchas botellas y viajar a muchos países. Es decir, juzgan a la obra por el comportamiento del autor (y sinceramente, al menos en cuanto a las mujeres, las botellas y los países: ¡yo quiero ser Hemingway!).
Pero vayamos por partes. Empecemos por lo de “sobrevalorado”: que alguien acuse de eso a otro alguien, o a algo, denota una buena dosis de arrogancia y una dosis no menor de envidia por parte del acusador. Lo que está queriendo decir en realidad es: “a todo el mundo le parece muy bueno, pero yo soy más listo que todo el mundo y sólo yo sé que en realidad no vale tanto”. En el caso concreto de Hemingway, dado que publicó su primera novela en 1925 (The Sun Also Rises, Fiesta en español), cuando contaba sólo 26 años, con un enorme éxito de crítica y público (bien es verdad que antes había escrito dos volúmenes de cuentos que pasaron inadvertidos. Pero los publicó en Francia; a lo mejor era porque los franceses no entendían bien su inglés) y que ese éxito de crítica y público se ha mantenido, más o menos, en el resto de su obra (unos veinte libros, entre novelas, cuentos, poemas y libros-reportaje) y a lo largo de los años hasta ahora mismo, nos da 85 años ininterrumpidos de sobrevaloración general y universal, lo que supone un consenso popular e histórico bastante amplio. “Pero yo soy más listo y sé que está sobrevalorado”, se regocija el crítico de Hemingway desde su solitaria esquina. Pues vale.
En la acusación de racista no me detengo porque ninguno de los acusadores ha aportado nunca prueba alguna de ello. Ni yo he encontrado nunca, en toda su obra, una frase (ni siquiera una palabra) que justifique la acusación, ni de lejos. Así que no rebato tal acusación porque no tengo ni idea de en qué se fundamenta, salvo en el hecho de que los talibanes de la corrección política, como los talibanes de cualquier otra cosa, son muy raros: con decir que hubo uno que hasta acusó a una película de dibujos animados de Disney de hacer apología de la homosexualidad…
En cuanto a lo de narcisista… Por el amor de Buda, era un escritor, ¿qué esperaban? No hay escritor que no lo sea. Todos desayunan egos revueltos. Nada hay, salvo un ego sobredimensionado, que te permita soportar el solitario trabajo de sentarte a solas a escribir tus cosas esperando que los demás las lean.
Antonio Muñoz Molina, en cierto artículo, tras confesar que no conoce bien las novelas ni los cuentos del sujeto, “no he leído lo bastante a Hemingway como para apreciar los méritos de su celebrado laconismo” (otro que se pone a opinar sobre lo que no conoce) se sube al pedestal de la santidad progre para reprocharle ser tan machista. Y lo desdeña porque “… da una gran sensación de cosa antigua, de época superada o abolida hace mucho tiempo”. Bueno, esto último es fácil de rebatir: Hemingway es el padre de la narrativa moderna, porque sacó el arte de la novela del callejón sin salida en que, por aquel entonces, lo habían metido James Joyce y, en menor medida, su paisano y rival William Faulkner. Hemingway pensaba que la literatura no era sólo estilo, sino también contenido. Y devolvió al arte de la novela su objetivo esencial: contar una historia. Pero combatió la amenaza del estilo (que empezaba a devorar toda forma de literatura) desde una estricta preocupación por el estilo: un estilo sin adornos, claro y sencillo (lacónico, dirán algunos): sujeto, verbo, predicado, punto (o coma). Sujeto, verbo, predicado, punto. Nada (o no mucho) de coordinadas ni subordinadas. Los sustantivos deben sostenerse por sus propios pies, sin adjetivos que los apuntalen, o con uno sólo en caso de extrema necesidad. Dos, jamás. Los personajes se definen por sus acciones, las situaciones se definen por los acontecimientos que llevan a ellas o que ellas provocan. Llevaba bien aprendidas las lecciones esenciales de la prosa periodística (máxima claridad en la exposición, máximo contenido en el mínimo espacio, eficacia narrativa ante todo). Mark Twain, que como él había sido periodista antes que fraile, ya lo había hecho antes. Y Hemingway le reconocía como el mayor escritor norteamericano. Y como su padre literario.
Por su parte Hemingway es el padre, o el abuelo, de la mayor parte de la mejor literatura norteamericana posterior a él: es el antecedente directo de Norman Mailer, de Jack Kerouac, de Dashiell Hammett, de Raymond Chandler, de Raymond Carver, de Richard Ford, de Pete Dexter, de Charles Bukowsky, de Thobias Wolff, de Cormac McCarthy, de Elmore Leonard… El estilo Hemingway ha tenido, y sigue teniendo, directamente o por escritor interpuesto, una gran influencia en la manera de escribir de las sucesivas generaciones de escritores. Y si la importancia de un artista se mide por la magnitud de su influencia en la posteridad, la de Hemingway es indiscutible. Y enorme.
Queda la acusación de machismo. Que no se fundamenta en su obra, habitada por mujeres fuertes (la María y la Pilar de Por quién doblan las campanas, la Catherine de Adiós a las armas, la Brett Ashley de Fiesta) ni en su vida privada (un vistazo a las principales mujeres de su vida revela que le gustaban las del tipo independiente, las que podían pasar por sus iguales intelectuales: tanto la enfermera Agnes von Korowsky, su primer gran amor, como Elizabeth Hadley Richardson, su primera esposa, eran ocho años mayores que él; Martha Gelhorn, su tercera esposa, era una notable corresponsal de guerra y pionera feminista; Mary, su última esposa, también era periodista en activo, y de ella llegó a decir, aunque no sin reluctancia, que escribía mejor que él). La acusación se basa únicamente en la constante exploración que el escritor hizo de una sensibilidad puramente masculina (aunque no por ello antifemenina) y que buscó en actividades tan supuestamente masculinas como el boxeo, la guerra (en la que participó como enfermero, no como combatiente), los toros o la caza. Probablemente no hace falta pegar tiros a los leones o darse de puñetazos en un ring para sentirse masculino, pero eso tampoco te convierte automáticamente en un machista. Y que para no ser machista a uno le tengan que gustar el ballet, el punto de cruz, los cotilleos sobre famosos o las películas tipo Pretty Woman es una cómica ridiculez (tampoco pasa nada porque a uno le gusten esas marico… esas cosas, pero es que eso no tiene nada que ver con el ser o no ser machista). Tampoco su condición de mujeriego incorregible me parece una prueba válida de machismo: sólo prueba que… le gustaban demasiado las mujeres.
Claro que Muñoz Molina, antimachista de guardia, no parece opinar lo mismo. Y reprocha a Hemingway tanto despliegue de vitalidad masculina: dice que “a poco que tenga uno un carácter sosegado, o retraído, le espanta y, de antemano le fatiga esa manía de Hemingway por estar en todas partes y por saber hacerlo todo, por participar en guerras y en los sanfermines, por ser un experto en la caza de leones, la tauromaquia, en la preparación de cócteles, en el manejo de las armas”. Vaya, le reprocha que no sea tan sosegado y retraído como él, y que por su culpa la gente crea que un escritor es alguien que tiene que meter la nariz en todas las ollas. Pero es que un escritor tiene que meter la nariz en todas las ollas, porque ¿de qué va a escribir si no?
Como ya dije, Hemingway pensaba que la literatura no era sólo cuestión de estilo, sino de contenido; que la literatura debe hablar sobre la vida, debe estar preñada de ella, no ser un juego autorreferencial de escritores escribiendo sobre escritores y libros que hablan sobre otros libros. Eso no es literatura, es masturbación intelectual, el vicio al que se entregan los ratones de biblioteca del tipo Muñoz Molina, los que frecuentan los círculos y las tertulias literarias donde los miembros de la tribu se dedican a la gratificante (para ellos) actividad de chuparse mutuamente las pollas. Hemingway, en cambio, intentó llenarse de experiencias vitales que le sirvieran de materia prima para sus escritos. Y, equivocado o no, abandonó la biblioteca y la tertulia literaria para ir a buscar la vida, a donde fuera: a la guerra en España, a los toros, a las cacerías en África, a los rings de boxeo, a las camas de muchas mujeres, a las barras de muchos bares. De acuerdo, quizá tampoco hace falta, la vida está en muchos otros sitios. Donde seguro que no está la vida es en la biblioteca del erudito: allí solo hay polvo y ratones muertos.
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(*)Dárselas de progre no es lo mismo que serlo.
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