martes, 1 de febrero de 2022

Eurovisión, o la normalización de la deshonestidad

 

Que la selección, supuestamente democrática, de la cancioncilla que se va a enviar a concursar en Eurovisión esté tan obviamente amañada que todo el mundo se haya dado cuenta no tiene, en principio, mayor trascendencia. De la misma forma que un premio literario convocado por una editorial esté tan obviamente amañado (no diré nombres, tampoco hace falta:  la descripción le cuadra a varios, convocados por distintas editoriales, y todo el mundo lo sabe, porque todo el mundo se da cuenta) que resulte obvio que sólo sirve para que la editorial en cuestión promocione al escritor (más frecuentemente escritora) que le parece mejor (indefectiblemente, alguien famoso por salir en los mass media y/o perteneciente a la cuadra de la editorial en cuestión), tampoco. Total, se trata de una cancioncilla que, aunque gane, está condenada al olvido eterno tras unas cuantas semanas de machaque en las emisoras de radio. O de una novela cuyo destino, también, es el olvido eterno, tras unas semanas en el ranking de los más vendidos. Muy lejos quedan los tiempos en los que los premios avalaban obras de tanta trascendencia histórica como Nada, de Carmen Laforet, o Los mares del Sur, de Vázquez Montalbán, es cierto. Pero conviene no olvidar que hoy en día se llevan las novelas kleenex, de usar y tirar; como conviene no olvidar que las editoriales son, al fin y al cabo, empresas privadas dedicadas al muy legítimo propósito de obtener beneficios monetarios, para las que un premio supone una inversión económica importante, y tienen perfecto derecho a rentabilizar esa inversión como mejor les parezca, y a promocionar los productos que supongan más promocionables. Es su negocio, es su dinero y no le hacen daño a nadie.

O quizá sí.