—Debería hacerme un retoque así—dijo María ante el
espejo, mientras se estiraba la piel por detrás de las orejas, convirtiendo su
rostro en una máscara tan tersa e inexpresiva como la de Michael Myers, el
asesino de las películas de la saga Halloween.
—No, no deberías—dije yo. No me atraía nada la
perspectiva de besar a Michael Myers en los labios de goma.
—Nada muy radical. Lo justo para hacer desaparecer
las líneas nasogenianas y las patas de gallo.
—Pero a mí me gustan tus patas de gallo. Y tus
líneas nasogenianas. Sea eso lo que coño sea.
María se giró para mirarme como si, de pronto, se
hubiera dado cuenta, con cierto disgusto, de mi presencia en la habitación.