jueves, 7 de junio de 2012

El arte de hacer volar a un gato

orvillecopterSiento un gran interés por el arte moderno. No porque me guste en sí mismo—casi nada posterior a Andy Warhol ha conseguido gustarme— sino porque me fascina el circo que lo acompaña y se monta a su alrededor. Y, sobre todo, porque me gusta ser sorprendido. Y el arte moderno parece tener una inagotable capacidad para sorprenderme. Por eso si voy a Londres no dejo de visitar la Galería Saatchi, y me trago puntualmente (por la prensa; mi presupuesto no da para ir a Londres con tanta frecuencia) cada edición de los premios Turner, de la feria Arco de Madrid y de, entre otras, la muestra KunstRai de Amsterdam. En cuanto que buscador de sorpresas, el arte moderno nunca me ha decepcionado: he visto artistas vender su cama deshecha, carroñas guardadas en formol o sus propios excrementos enlatados. He visto a un chino cocinar y comerse un feto humano (falso, por fortuna), a unos ingleses pintar caras de payaso sobre unos aguafuertes de Goya (auténticos, por desgracia) y hasta al Dalai Lama con metralleta. Lo que no había visto nunca era un gato volando.
Pues ahora ya lo he visto.