Esta no es, ni mucho menos, la mejor película sobre el superhéroe kriptoniano: esa sigue siendo, lo siento, la primera, aquella que dirigió Richard Donner, protagonizó Cristopher Reeve y escribió Mario Puzo. Bueno, los efectos especiales son mejores, pero qué más da: a estas alturas ya estamos todos sobresaturados de CGI, y las transparencias y las superposiciones en fondo verde de la película de Donner aguantan bastante bien (la he revisitado hace poco) y tienen un encanto que ningún CGI logra igualar. También es verdad que el personaje del villano Lex Luthor (un muy solvente Nicholas Hoult) está mejor concebido, aunque el de la primera fuera nada menos que Gene Hackman, aunque es notorio que nunca se tomó en serio a su personaje: ni siquiera accedió a rasurarse el cráneo, y un Lex Luthor con pelo no es un buen Lex Luthor.
Pero tampoco es la peor.
De hecho, es mucho mejor que aquel
bodrio ruidoso y grandilocuente que filmó Zack Snyder, especialista en bodrios
ruidosos y grandilocuentes (a pesar del buen hacer de Henry Cavill, quien
merecía mejor película para su buen trabajo) Y, diría, es la mejor después de
las tres primeras protagonizadas por el llorado Cristopher Reeve (dejemos a la
cuarta en un misericordioso olvido). Es, incluso, un poco mejor que Superman
Returns, el simpático pero fallido intento de Bryan Singer de devolver al Hombre
de Acero a la gran pantalla.
Y es mejor, en parte, porque tiene algo de lo que adolecen
la mayoría de las películas actuales de superhéroes, sobre todo las del
universo Marvel: tiene un guion, escrito por un guionista solvente (el mismo
director, James Gunn), no una serie de escenas de impacto concebidas en una
reunión de altos ejecutivos escasos de cultura cinematográfica o comiquera, más
preocupados por el merchandising y la rentabilidad en bolsa.
Tampoco es que el guion sea la leche. Para empezar, no empieza.
En el primer acto, quiero decir. No tiene de eso. Empieza, a saco, en el segundo,
y desde ahí todo son fuegos artificiales y batallas con monstruos gigantes y
robots asesinos hasta el tercero. Lo mejor del Superman de Donner era, precisamente,
el primer acto: La construcción de su origen, el del niño extraterrestre al que
sus padres envían al espacio para salvarlo de la destrucción de su planeta, su adopción
por un matrimonio de granjeros de Kansas que no podían tener hijos y se vieron bendecidos
por un bebé que, literalmente, cayó del cielo. La construcción de su romance
con Lois Lane, reportera estrella y una de las primeras figuras femeninas
empoderadas de la cultura pop; la construcción de su enfrentamiento con Lex
Luthor, su némesis. Aquí empezamos ya directamente con Superman siendo Superman
y batiéndose a piñazos con Lex Luthor por robot interpuesto, y con Lois Lane ya
liada en secreto con Clark Kent. El personaje no crece, sus relaciones tampoco.
Ya han crecido hasta el punto óptimo. It’s clobbering time, que diría The
Thing, el titán naranja de los 4 Fantásticos. Y pobre del espectador que no
tenga cierta cultura comiquera previa, se va a perder bastante. Sobre todo
cuando aparezcan los superhéroes invitados: el Green Lantern Guy Gardner,
Hawkgirl, Mr. Terrific y Metamorpho, nada menos. Secundarios muy secundarios. Se
necesita grado 10 de frikismo para reconocerlos. Por no hablar de Krypto, el
insufrible perro con superpoderes, enteramente concebido con CGI.
Aunque eso de saltarse el primer acto y empezar por el segundo
a la brava ya empieza a ser habitual en el cine superheroico: a estas alturas,
ya se presupone que el público conoce al dedillo las historias de los orígenes
de todo quisque (mil veces machacadas en los comics) y se asume que estas películas
van dirigidas a los iniciados, que son los que se dejan la pasta en taquilla.
Repasen las producciones Marvel si no me creen.
Y con todo, esta película es muy valiosa, porque nos
devuelve algo que no sabíamos cuán importante era hasta que lo perdimos: el
héroe bueno. El héroe que no duda en arriesgar su vida por salvar la de un
niño, o hasta la de una ardilla. El héroe quasi-todopoderoso que no osa usar sus invencibles
aptitudes para imponerse a nosotros (ese era el Superman que admiraba Umberto
Eco, léanse Apocalípticos e integrados). El héroe que defiende un pueblo
desarmado, que se parece sospechosamente a los palestinos de Gaza, de un
ejército hiperarmado que se parece sospechosamente al de Israel. “Mira al cielo”,
dice el cartel de la película. Hace demasiado que no miramos al cielo. Ya
estamos sobresaturados de héroes cínicos y medio psicópatas como Batman, Iron
Man o Wolverine, o psicópatas del todo como Deadpool. Ahora que parece que
lo que está de moda es ser tan malote como Donald Trump, Vladimir Putin, Elon
Musk o Santiago Abascal, el nuevo punk—y eso lo afirma el mismísimo Superman en
la película—es la bondad. El mismo James
Gunn lo dijo de su película:
“Es la historia de Estados Unidos, del inmigrante que
vino de otros lugares, como los que poblaron el país. Aunque para mí es, sobre
todo, una historia que explica que la bondad humana es un valor que hemos
perdido”.
Y sí, es un valor que hemos perdido. Porque el mayor poder de
Superman no es su fuerza, ni los rayos láser en los ojos, ni su capacidad de
volar. Es su bondad. Y deberíamos dar
gracias a James Gunn por habernos devuelto al boy scout extraterrestre vestido
de rojo y azul, para recordárnosla. Aunque sea sólo por eso, la película merece
la pena. Aunque sea sólo por eso, mi niño interior, ese que siempre tuvo
corazón de boy scout, disfrutó tanto con ella.
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