El primer disco que me compré en mi vida era de Lou Reed: Rock’n’Roll Heart. O quizá fue el segundo. Es imposible decirlo con exactitud, porque los dos primeros discos que me compré en mi vida los compré a la vez, junto con un pequeño tocadiscos portátil: mi primer tocadiscos.
El otro disco era de los Beatles: Let it Be. Pero eso no tiene mérito. Todo el mundo tiene, al menos, un disco de los Beatles. Hasta mi madre tenía un disco de los Beatles. Mi padre, que era quien de verdad estaba comprando el tocadiscos en aquel momento, me dijo que eligiera dos discos, que con qué lo iba a hacer funcionar si no. Por aquel entonces, en las tiendas de electrodomésticos vendían discos, para que el que se comprara un tocadiscos pudiera hacerlo funcionar con algo. Así que me puse a hojear los que tenían allí, en un cajón. No había muchos, la verdad, y la mayoría eran cosas de cantantes melódicos italianos o, peor, españoles; cantautores catalanes de la Nova Cançó increíblemente palizas, popurrís de música clásica, algunos de guitarra flamenca y dos o tres de canciones infantiles (poco después descubriría las tiendas de discos especializadas de la calle Tallers, sórdidos antros abiertos en la parte vieja de Barcelona, frecuentados por una clientela entendida y devota, abundante en heavymetaleros con melena leonina y pantalones de cuero, rockeros con tupé y botas charras y punks llenos de pinchos calzados con Doc Martins; donde tenían de todo lo publicado en España o en el extranjero, donde también se vendían entradas para conciertos y donde los dependientes eran enciclopedias del rock sobre dos piernas. Ese era un mundo iniciático y emocionante para un adolescente con ganas de caminar por el lado salvaje del rock’n’roll; ese es un mundo que ha desaparecido en estos tiempos nuestros, tan autistas, de pirateo internetero a domicilio).
Pero entonces estaba en la tienda de electrodomésticos del barrio, y allí tenían cuatro cosillas y tres novedades. Elegí el de los Beatles porque me sonaban, y el de aquel (para mi, entonces) desconocido Lou Reed porque me sedujo aquella extraña portada, tan azul, y porque en el título ponía rock’n’roll. Nunca he vuelto a comprarme un disco de los Beatles. De Lou Reed, en cambio, me fui comprando todos los antiguos, y puntualmente todos los que fueron saliendo. Menos los recopilatorios, poseo toda su discografía oficial, incluyendo la de su primer grupo, The Velvet Underground; incluyendo directos y colaboraciones varias, como el concierto de Le Bataclan, como Songs For Drella, como su dueto con Gorillaz. A pesar de que aquello que sonaba no era para nada lo que yo, hasta entonces, entendía por rock’n’roll, me sedujo casi inmediatamente aquella música tan azul (oscura e indefiniblemente melancólica) contenida en aquella carpeta azul. Como me sedujo aquella voz monocorde y un punto hipnótica que recitaba, más que cantaba. Pero sobre todo me sedujo lo que cantaba: textos de una gran y, para mí, inesperada densidad literaria. Y los podía entender, a pesar de que entonces aún no sabía mucho inglés, porque la carpeta contenía un libreto con las letras de las canciones, en inglés y con la traducción al castellano al lado. Un detalle muy infrecuente y muy de agradecer por parte de la distribuidora española, todo un regalo para aquel adolescente que aún no sabía gran cosa de inglés. No podía saber qué demonios decían los Beatles cuando cantaban, pero las letras de aquel disco pronto me las aprendí de memoria.
Después, cuando mi cultura rockera aumentó, descubrí que Lou Reed sólo era uno de los autores que vivían en la esquina donde convergen el rock con la literatura, un vecindario que cuenta con parroquianos de la talla de Jim Morrison, Nick Cave, Patty Smith, Bruce Springsteen… o Bob Dylan, para muchos el literato rockero por antonomasia, una opinión con la que no puedo estar más en desacuerdo. El judío de Nueva York reúne muchos más méritos que el judío del Medio Oeste para ese título, y para esa candidatura al Nobel a la que el judío del Medio Oeste hace años que opta. La verdad es que con Bob Dylan me ha pasado como con los Beatles: nunca he vuelto a comprar un disco suyo, después de haber comprado el primero (que fue Hurricane). No me ha pasado eso, en cambio, con ninguno de los otros, antes mencionados, parroquianos del susodicho vecindario.
Rock’n’Roll Heart no está considerado como uno de los mejores discos de Lou Reed. Se le tiene por poco más que un divertimento menor. Es cierto, tiene discos mucho mejores y mucho más memorables, discos con los que ha hecho historia de la música rock varias veces durante varias décadas (Andy Warhol y White Light/White Heat, con The Velvet Underground; Transformer, producido por David Bowie; Berlin, una ópera rock decadente que él soñó una vez dirigida por Roman Polansky; Rock’n’Roll Animal, el disco en directo con el que presume de haber inventando el sonido Heavy Metal; Metal Machine Music, puro caos eletrónico, noise más radical que ninguno de los discos de Sonic Youth; Coney Island Baby, New York, Street Hassle…). Pero yo le tengo un especial cariño a Rock’n’Roll Heart, porque por ahí entré en un nuevo mundo, en el que iba a descubrir el cine underground neoyorquino, la pintura de Andy Warhol, la poesía de Delmore Schwarz, las novelas de William Burroughs, la música de David Bowie, John Cale e Iggy Pop (pero, afortunadamente, nunca las drogas duras, a pesar de que Heroin es no sólo una de las mejores canciones de Lou Reed, sino una de las mejores canciones de todos los tiempos).
Muchas cosas cambiaron para mí a partir de ese disco: me puse a aprender inglés muy en serio, para saber qué decían las letras de las canciones de Lou Reed (no todos sus discos tenían una carpeta con las letras originales y sus correspondientes traducciones). También cambió mi armario ropero, desde entonces invadido por la ropa negra, las chaquetas de cuero y las gafas oscuras para toda ocasión. Claro que, pocos meses después, explosionó el punk, y de pronto todos los adolescentes y posadolescentes íbamos vestidos con ropa negra o de cuero y con gafas oscuras para toda ocasión (Pero, ¿acaso Lou Reed no es el padre espiritual del punk rock, y punk avant la lettre él mismo?).
Desde entonces la música de Lou Reed. y hasta su propia historia, se han ido entrelazando con mi vida como una presencia continuada y constante. Se puede decir que hemos ido envejeciendo juntos (él más, claro, porque tiene muchos más años que yo). He ido viendo cómo se convertía, de dinosaurio del rock setentero, en pionero del punk, el noise y el indie; en vieja gloria acomodada, y de pronto en intelectual respetado, cuya obra literaria era reconocida por Václav Havel como una de las inspiraciones de la primavera (cultural) de Praga.
Hoy en día Lou Reed es para el rock algo parecido a lo que son para el cine Clint Eastwood y Woody Allen juntos. Con el primero comparte su imagen canónicamente hierática; con el segundo, ese aura de intelectrual judío típicamente neoyorquino. Con ambos, su prestigio de autor de culto cargado a partes iguales de clasicismo y originalidad, a pesar de su edad ya casi venerable.
Porque, como Clint y como Woody, Lou, con la entrada en la tercera edad, ha entrado también en una etapa singularmente frúctífera, desde el punto de vista creativo, de su carrera, realizando proyectos tan osados, y tan inspirados, como un disco entero dedicado a reflexionar sobre la muerte (Magic and Lost), un musical de Broadway, o una especie de diálogo musical-literario, a través de los siglos, los géneros y los universos referenciales, con la obra de Edgar Allan Poe (The Raven); lo último es un disco en colaboración con los reyes del Trash-Metal, Metallica, Y se trata de un disco conceptual basado en un material que ya inspirara, en 1937, una ópera (Lulu, de Alban Berg); dos obras obras del escritor expresionista alemán Frank Wededkind (Hanóver, 1864; Múnich, 1918) en las que se relata la un poco folletinesca vida de una bailarina de cabaret; algo por el estilo de la película El ángel azul, de Josef Von Sternberg, o el mismo Berlin, del mismo Lou Reed. El proyecto, cuya concreción en disco y, posiblemente, en gira se espera para octubre, suena bastante atractivo. Y mantiene a Lou Reed en mi vida como una puerta abierta a nuevos descubrimientos: porque todo parece indicar que por su culpa voy a asistir por primera vez al concierto de una banda de Trash-Metal.
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