Emboscada en el aeropuerto
El aeropuerto estaba desierto. Siempre lo había estado, desde que lo construyeron. De sus pistas nunca había despegado ningún avión, ningún viajero había caminado por sus pasillos.
Hasta ahora.
Ahora, el eco reproducía el sonido de unos pasos, que rebotaba en los mostradores de embarque desiertos, en las inmóviles cintas continuas de equipajes, en los vacíos paneles de información. Una sombra alargada se deslizaba por encima de los suelos de falso mármol, pulidos con esmero para facilitar el deslizamiento de las ruedecillas de unos trolleys que nunca habían rodado por allí. La sombra correspondía a un hombre alto, apenas una sombra él mismo, pues iba completamente vestido de negro, embozado en un largo abrigo y tocado con un sombrero del mismo color, cuya ala cubría parcialmente su rostro. Aunque bajo aquel sombrero no había mucho rostro que ver, pues el hombre alto lo llevaba cubierto por una capucha elástica del mismo color que el resto de su indumentaria. Apliques metálicos relucían en donde deberían estar su boca y sus orejas, y dos discos de vidrio rojo ocupaban el lugar que correspondía a sus ojos. En realidad eran unas gafas multifunción que permitían a su usuario ver en la oscuridad, si las ponía en modo infrarrojo, detectar la presencia de humanos o animales entre el humo o la niebla, si las ponía en modo de visión térmica, o descubrir rastros invisibles al ojo humano, si las ponía en modo ultravioleta. Esta última función era, precisamente, lo que el hombre estaba utilizando en aquel momento. Gracias a la visión ultravioleta había detectado unas huellas de zapatos sobre el suelo de falso mármol: unos zapatos de tacón y unos zapatos masculinos marchando en paralelo. Entre ellas se marcaban dos surcos, dibujados por los tacones de goma de los zapatos de alguien que era llevado a rastras. Y, algo alejadas pero también en paralelo, un par de huellas que, por la forma y la longitud de la zancada, debían pertenecer a un hombre muy alto, calzado con zapatillas chinas de suela de tela.
El hombre de negro se estremeció bajo su máscara al reconocer el inconfundible rastro de los pasos de su viejo enemigo, el doctor M.
Las huellas le condujeron hasta una estancia cerrada. El letrero sobre la puerta indicaba que era la consigna de equipajes. El hombre de negro sacó un juego de ganzúas de uno de sus bolsillos. Escogió dos de ellas y las usó para manipular la cerradura, que pronto se abrió con un chasquido.
El hombre de negro accedió a una estancia con todas las paredes cubiertas por armarios metálicos para guardar equipajes. Cada armario ostentaba una cerradura de teclado numérico, programable por horas. El grupo de huellas se dirigía en línea recta a uno de esos armarios metálicos, y desaparecía como si éste se los hubiera tragado. El hombre de negro examinó con su visión térmica las cerraduras de teclado numérico, y encontró una que había sido tocada recientemente: tres de los números mostraban el rastro de calor de unos dedos humanos. El hombre de negro los accionó por orden, dispuesto a probar todas las combinaciones posibles. Dio con la correcta a la segunda intentona.
Con un chasquido, la pared de armarios metálicos pivotó sobre sí misma, revelando una sala más amplia, vacía de muebles salvo por una silla caída en el suelo,y una pesada cortina de terciopelo negro que pendía del suelo al techo, dividiendo la estancia. Al descorrerla, descubrió al otro lado una tarima enmoquetada de rojo imperial, situada ante un tapiz bordado con un dragón de jade que cubría la pared del fondo. Sobre la tarima había dos faroles de papel, ahora apagados, con el monograma 富, el que correspondía al verdadero nombre del doctor, pintado sobre sus pantallas, y un trono de madera lacada acolchado con cojines rojos, que el hombre de negro reconoció como del estilo imperante en la corte manchú durante el reinado de Hung Taiji, primer emperador de la dinastía Qing. Con la que, recordó, el doctor estaba emparentado por línea descendente directa. Sin duda aquellos cojines rojos estaban destinados a mullir sus posaderas.
El hombre de negro se acercó al trono, con la intención de examinarlo con detenimiento, cuando oyó un tenue ruido, apenas imperceptible. Se llevó una mano al amplificador de sonidos que le cubría la oreja y accionó el pequeño botón del volumen hasta que éste fue lo suficientemente alto como para permitirle oír dos ritmos de respiración distintos y los latidos acelerados de dos corazones. El hombre de negro deslizó una mano al interior de su abrigo, empuñando una de sus pistolas. Con la otra mano cambió el modo de sus gafas, de nuevo, a visión térmica. Al hacerlo, vio tras el trapiz del dragón de jade las siluetas luminosas de los dos individuos —un hombre y una mujer—que allí se ocultaban.
—Salgan de ahí detrás inmediatamente–dijo el hombre de negro, con una voz metálica, irreconocible, deformada por la máscara.
Ninguna de las dos siluetas se movió. Debían pensar que él no sabía dónde estaban escondidos, pensó el hombre de negro.
—Salgan de detrás de ese tapiz—dijo. Y, como tampoco entonces se produjo reacción alguna en las dos siluetas, alzó la pistola que empuñaba y disparó dos veces, apuntando un par de centímetros por encima de ambas cabezas: lo bastante lejos como para no rozarles, lo bastante cerca como para que notaran como cercano el impacto. Vio cómo las dos siluetas se estremecían.
—¡No dispare, bestia!—dijo una voz masculina.
—¡No seas cagado, Josemari!—dijo una chillona, un punto estridente, voz femenina.
—¡Sabe dónde estamos y tiene una pistola!—dijo la voz de Josemari.
—¡Pero nosotros somos dos!—dijo la voz femenina—Tú ve por un lado y yo por el otro ¡Ya!
Y de repente emergieron del tapiz uno por cada lado, abalanzándose sobre el hombre de negro. Éste los reconoció al instante: eran dos altos dirigentes políticos y dos notorios neoliberales, compañeros del partido del presidente del gobierno y, a juzgar por las túnicas que vestían, lacayos distinguidos del doctor y miembros del Círculo Interior del Dragón de Jade. Utilizar el arma de fuego contra ellos sería más desproporcionado que la invasión de Irak, pensó el hombre de negro en una fracción de segundo, la que tardó el llamado Josemari en estar al alcance de su brazo. Entonces el hombre de negro lanzó un fuerte gancho de izquierda que le impactó en el mentón y le hizo caer al suelo sin conocimiento. Entonces el hombre de negro se volvió hacia su derecha, a punto de ver cómo la mujer alzaba un hacha que había sacado Dios sabe de dónde, con la aparente intención de estrellarla sobre su cabeza. El hombre de negro alzó el antebrazo derecho para detener con él la parábola descendente del hacha. Cuando sobre aquél golpeó el mango de ésta, lanzó un directo de izquierda al mentón de la mujer que la envió por los aires dos metros y la dejó tan noqueada como su compañero. Mientras ambos permanecían inconscientes, el hombre de negro los inmovilizó atándoles las muñecas y los tobillos con bridas de plástico que llevaba en uno de los compartimentos de su cinturón.
Al poco, el hombre y la mujer se despertaron. Y se dieron cuenta, con disgusto, de que estaban atados.
—¿Dónde está el auténtico presidente del gobierno?—preguntó el hombre de negro.
—Yo debería ser el auténtico presidente del gobierno—respondió Josemari.
—De eso nada. Tú ya tuviste tu oportunidad. Ahora me toca a mí—replicó la mujer.
—Pues el doctor no piensa lo mismo, porque no ha querido darte el cargo—dijo Josemari.
—Ja, ja. Mira quién fue a hablar. Ni a ti tampoco, listo. Que eres un listo.
—Y tú una bruja. Si no tuviera las manos atadas te daba así.
—Basta ya—intervino el hombre de negro—responded a la pregunta. Quiero saber dónde está el verdadero presidente.
—¿El verdadero presidente? Pero qué verdadero presidente, si a ese pánfilo le puse yo a dedo—dijo Josemari—Y porque Rodrigo no quiso aceptar el cargo, que si no de qué iba a nombrar mi sucesor a ese inútil. Y lo que le costó al muy cretino ganar a los socialistas ¡tres legislaturas! El doctor tuvo que provocar una crisis económica internacional para que pudiera ganar la tercera.
—Me hubieses nombrado a mí sucesora, cerdo machista, y eso no hubiera pasado. A Zapatero me lo hubiera comido con patatas a la primera.
—Dónde está—interrumpió el hombre de negro, cortante.
—El doctor lo tiró al foso—respondió Josemari.
—A estas alturas ya se lo habrán comido los cocodrilos—añadió la mujer.
—Coño, a estas alturas hasta lo habrán cagado—dijo Josemari.
—¿Dónde está el foso?—preguntó el hombre de negro. Sus prisioneros le señalaron el suelo en el centro de la estancia. Observándolo de cerca, el hombre de negro pudo reconocer las junturas de una trampilla disimulada. Se acercó al trono y, tras un somero examen, descubrió un interruptor. Lo accionó y la trampilla se abrió en el suelo de falso mármol, revelando un agujero profundo y oscuro y liberando una vaharada fétida. Olía a cloaca, pero sobre todo, pudo reconocer el hombre de negro, a carroña de reptil. Aquellos animales no habían podido sobrevivir en el ambiente insalubre de las cloacas subterráneas. Luego, pensó, existía una posibilidad de que el presidente del gobierno aún estuviera vivo. Sacó su teléfono móvil, llamó a uno de sus agentes, el que solía servirle como chófer, y le murmuró una serie de instrucciones. Luego saltó al interior del foso.
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