Con Yo fui Johnny Thunders, Zanón le ha dado su épica y su retrato literario a aquella generación que quiso hacer su revolución desde miríadas de habitaciones de adolescentes que pretendían cambiar el mundo armados con un puñado de discos de vinilo y, a veces, una guitarra eléctrica. Esa revolución, como todas, acabó derrotada, fagocitada y regurgitada. Y a esos adolescentes, como a todos los que alguna vez han querido cambiar el mundo, el mundo acabó cambiándoles a ellos; y un día se despertaron—los que no se habían quedado por el camino víctimas de las sobredosis o el SIDA—descubriendo que no habían logrado ser mejores que sus padres. Que, de hecho, se habían convertido en sus padres.
Yo fui Johnny Thunders parece, en cierto modo, una versión en clave rock de Un día volveré. Pero también podría pasar por un remake personalísimo de Crimen y castigo. Así que habría que añadir a Dostoievsky a los posibles parentescos literarios de Zanón. Y algo (algo más) que puede decirse en su favor es que no sale malparado con la comparación. Y poco puede decirse en su contra, salvo, quizá, que peca de cierta falta de sentido del humor y cierto exceso de gravitas. Su obra trata de sombras, y está bien que así sea, pero para definir las sombras hay que dejar pasar, alguna vez, algún rayo de sol. Y hasta el torturado Dostoievski se permitía una ironía de vez en cuando. Pero como no quiero acabar la reseña con una nota negativa —la novela no lo merece—la acabaré diciendo que Yo fui Johnny Thunders es una de las mejores novelas de Zanón. Quizá la mejor. Y eso es decir mucho, porque Zanón se había puesto a sí mismo el listón muy alto. Casi tanto como se lo habían dejado Dostoievski y Marsé.
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