Enemigos frente a frente
Aquel día, en el Congreso de los Diputados, había sesión de control. Durante toda la mañana, el presidente del gobierno había tenido que responder a las tediosas preguntas de los portavoces de la oposición.
—¿Por qué ha incumplido todos y cada uno de los puntos de su programa electoral, señor presidente?
—Usted sabe tan bien como yo que no siempre es posible cumplir las promesas electorales.
—Pero es que su gobierno no sólo no las ha cumplido, es que ha hecho justamente lo contrario.
—He hecho lo que debía hacerse por el bien de España.
—Pues España está peor que nunca.
El debate seguía y seguía como un diálogo de sordos o un intercambio de pelotas en un partido de ping-pong, con el rumor de las manifestaciones que se desarrollaban en los alrededores del Congreso (Salvo en la fachada principal, donde está prohibido por ley) y de las cargas policiales (El despliegue policial era tal, que tocaban a policía y medio por manifestante) contra ellas como ruido de fondo.
—Esto es tedioso—murmuró el presidente al oído de su ministro de Hacienda, el calvo M—. La democracia es el sistema de gobierno más ineficaz y oneroso de la historia ¿No sería mejor dar un golpe de Estado y gobernar por decreto? Ganaríamos en eficacia, en tiempo y en dinero.
—Ya lo intentamos, honorable doctor—respondió el calvo M en el mismo tono confidencial el calvo M, en el mismo tono confidencial y con suma reverencia; pues bajo las facciones hábilmente simuladas con maquillaje y postizos del presidente del gobierno se ocultaba el rostro del hombre más poderoso del mundo, aquél a quien él había jurado devoción y fidelidad eterna: ¡El misterioso Doctor Mercado!—. ¿Recuerda el 23-F? Pero no acabó de salir bien. Se complicaron demasiado las cosas. Es mejor así, créame. Será engorroso, pero bajo una apariencia de democracia que nos protege podemos hacer lo que nos da la gana, orque nadie quiere pasar por antidemócrata, así que nadie se atreverá nunca a combatirnos hasta las últimas consecuencias. Y mientras tanto ponemos el poder económico, que es el que importa, en manos de organismos técnicos dirigidos por cargos no electos, o en manos del sector privado. Utilizamos el mito de la democracia para acabar con la democracia ¿no es un plan genial?
—Por supuesto. Porque es un plan mío. Pero estos trámites de pantomima siguen aburriéndome profundamente.
—A las dos tendremos un descanso, honorable doctor.
—Quiero que entonces tengamos una reunión secreta en mi despacho del Congreso.
—Siempre a vuestras órdenes, honorable doctor.
Y efectivamente, cuando a las dos se levantó la sesión hasta las cuatro de la tarde, el presidente se retiró a su despacho en el congreso, seguido por sus ministros de Economía, Hacienda, Interior y Cultura.
—Que nadie nos moleste hasta las cuatro, señorita—le dijo el presidente a su secretaria.
—Sí, señor presidente—respondió ésta.
Cuando la puerta del despacho se cerró la secretaria, sin ser consciente de lo que hacía, llamó a uno de los ujieres por el intercomunicador. Uno muy específico.
—El presidente está reunido—dijo.
No obtuvo respuesta, pero al instante siguiente el ujier en cuestión entraba en su antedespacho, portando en las manos una caja de cartón de las que contienen dosieres de documentos.
—La llave—dijo el ujier, con una voz autoritaria, pero suave y susurrante. La secretaria le obedeció al punto y le tendió la llave del despacho.
—Ahora escúcheme con atención: no hay nadie en el despacho—dijo entonces el ujier, con su voz suave y autoritaria.
—No hay nadie en el despacho—repitió la secretaria.
—El presidente no ha venido aquí. Aprovechó el descanso para salir a fumar un puro.
—El presidente no ha venido aquí. Aprovechó el descanso para salir a fumar un puro.
—Le gusta fumar puros.
—Le gusta fumar puros.
—Bien. Ahora cuente hasta cinco—dijo entonces el ujier—. Cuando llegue a cinco habrá olvidado que me ha visto y que he estado aquí. Y seguirá con su trabajo.
La secretaria contó hasta cinco y entonces parpadeó, desconcertada. Miró a su alrededor. Entonces recordó que estaba actualizando la agenda del presidente. Debo haber dado una cabezada, pensó, mientras proseguía con su tarea. Se preguntó por qué el presidente no había venido a su despacho durante el descanso.
—Habrá salido a fumar un puro—dijo para sí—le gusta fumar puros.
Y continuó con su trabajo, que era aburrido, pero tranquilizador. Y bien sabía que necesitaba tranquilizarse. Los últimos días los había pasado en un sinvivir, con el brusco y extraño cambio de hábitos del presidente. Y encima, últimamente, por las noches, tenía esas pesadillas. Siempre la misma: en la oscuridad de su dormitorio se le aparecían dos luces rojas, como dos ojos, y una voz susurrante que le hablaba de cosas importantes, le daba órdenes. Pero cuando se despertaba nunca recordaba sus palabras.
Mientras tanto, en el interior del despacho, el ujier comprobó que estaba solo. Y sin embargo, según la secretaria, acababan de entrar cinco personas. Depositó la caja de cartón encima de la mesa y la abrió. Se arrancó la nariz, las cejas y el mentón, que eran postizos de látex disimulados con maquillaje, y los guardó en su interior. Acto seguido, sacó de la caja un largo abrigo negro, un cinturón con dos pistolas automáticas, un sombrero y una máscara con cristales rojos en el lugar de los ojos y apliques metálicos en el lugar de las orejas y la boca: dispositivos electrónicos para aumentar sus sentidos de la vista y el oído, y enmascarar su voz. Una vez vestido con todo aquello, miró su reflejo en la tapa metálica de la caja de puros de alpaca que adornaba el escritorio: una figura oscura embozada, con círculos rojos y refulgentes por ojos.
—La mano negra—murmuró—. Me gusta el nombre.
A continuación procedió a inspeccionar las librerías que cubrían las paredes, hasta que encontró un libro en particular. Al tirar de él accionó un mecanismo que hizo que se abriera una puerta, disimulada por la librería. La puerta, al abrirse, reveló un estrecho hueco, como un pozo, que descendía hacia el subsuelo del Palacio del congreso. Unas agarraderas metálicas clavadas a la pared del pozo, haciendo las veces de escalones, permitían descender por él. Así lo hizo el hombre vestido de negro, pero se detuvo a medio camino y colocó unas cargas de plástico explosivo en las paredes. Una vez realizada esta operación, reemprendió su descenso.
Al final del pozo se encontró con una puerta metálica. Sacó sus dos pistolas y, empuñándolas, abrió de una patada la puerta e irrumpió en la estancia cuyo acceso guardaba.
Se trataba de una sala subterránea, sin ventanas, aunque con unos estrechos respiraderos en el techo. Una de las paredes la cubría un tapiz chino que representaba el dragón verde de jade, símbolo de la orden secreta del mismo nombre. En el centro de la estancia había una mesa redonda, alrededor de la cual se sentaban los cuatro miembros de la Liga de los Calvos Siniestros que formaban parte del gabinete del gobierno; para la ocasión vestían, sobre sus trajes grises con corbata, las túnicas negras ceremoniales. En un lugar destacado se sentaba el doctor Mercado, que se había deshecho de los postizos que le permitían hacerse pasar por el presidente del gobierno.
En una pantalla de televisión colgada en la pared estaba sintonizado un canal en el que se retransmitía en directo el debate parlamentario.
Los cinco ocupantes de la habitación se levantaron de sus sillas al unísono al ver irrumpir al intruso.
—Es hora de acabar de una vez con esta farsa, doctor M—dijo éste con su voz metálica, electrónicamente deformada.
—Bien—repuso el interpelado—Finalmente tengo el placer de encontrarme con el contendiente que ha estado oponiéndose a mí desde las sombras ¿Cómo debo llamarlo, caballero?
—Puede llamarme Mano Negra.
—Oh. Mano Negra. Un nombre adecuadamente melodramático. Que merece un gesto adecuadamente melodramático en respuesta—y, dicho eso, el doctor dios dos palmadas. Inmediatamente, de detrás del tapiz del dragón surgieron dos ninjas de su guardia personal, que se abalanzaron contra Mano Negra con sus katanas desenvainadas y profiriendo horrísonos aullidos. Mano negra alzó las pistolas que empuñaba, se oyeron dos detonaciones y los dos ninjas cayeron al suelo, muertos en el acto víctimas de sendos disparos en la cabeza
—¡Atrapadlo!—gritó entonces el doctor a los cuatro calvos, quienes, al unísono, saltaron como una fiera hacia el intruso, dispuestos a defender con su vida al hombre a quien habían jurado devoción eterna. Las pistolas de Mano Negra volvieron a detonar, dos veces cada una, y los cuatro esbirros cayeron por el suelo, entre gritos de dolor, cada uno de ellos con una bala alojada en la rótula. Una herida no letal, pero terriblemente dolorosa.
—¿Tiene usted más esbirros que lanzar sobre mí, doctor?—dijo entonces Mano Negra—Porque me quedan muchas balas.
El doctor permaneció en pie, impávido. Sólo la súbita veladura que pareció apagar el fulgor de sus felinos ojos verdes parecía transmitir alguna emoción. Mano Negra se preguntó si era verdad lo que se decía de él, que una mutación le había dotado de membrana nictitante, un tercer párpado translúcido como el que tienen los gatos y algunas aves de presa.
—¿Qué pretende?—dijo el doctor por fin.
—Descubrir esta charada que ha montado aquí. Y después entregarlo a la justicia. Mire la pantalla.
Con una pistola señaló el televisor. En él se veía al presidente del gobierno entrando en el hemiciclo y sentándose en su escaño. Llevaba un traje y una corbata diferentes, pero todo el mundo lo atribuiría a que había aprovechado el descanso para cambiarse de ropa.
—¿Cree que esto cambia las cosas?—dijo entonces el doctor—. Ese estúpido no es más que un títere en mis manos. Lo era antes de que decidiera hacerme cargo en persona de sus atribuciones, y lo seguirá siendo ahora que ha vuelto a ocupar el cargo. Nada va a cambiar.
—Es un estúpido y un títere, en eso estoy de acuerdo con usted, doctor. Pero es el estúpido títere que ha salido elegido en las urnas, y en una democracia hay que guardar las formas. Y con usted atrapado y teniendo que rendir cuentas ante un juez, las cosas serán diferentes. No tiene tantos títeres entre los jueces como entre los políticos.
—Es usted demasiado arrogante. Aún no me ha atrapado.
De pronto sonó una detonación y la habitación se llenó de humo. Inmediatamente, Mano Negra accionó el interruptor en el visor de su máscara que le permitía tener visión calórica, pero cuando lo tuvo en funcionamiento descubrió que estaba solo en la estancia. El doctor había huído, quizá por la puerta disimulada tras el tapiz. Mano Negra accionó el botón del pequeño control remoto que guardaba en su mano, y las cargas explosivas que había instalado en el pozo detonaron, derruyéndolo y obstruyéndolo con los cascotes. Así, al menos, se aseguraba que el Doctor no volviera al Congreso de los Diputados para intentar volver a sustituir al verdadero presidente.
El humo se disipaba. Mano Negra desactivó su visión calórica y miró la pantalla del televisor. La sesión de control se reanudaba.
—¿Qué medidas va a tomar el gobierno para acabar con el paro, señor presidente?—le preguntaba el portavoz de uno de los grupos parlamentarios de la oposición.
—Um… este…. Parece que llueve mucho—respondió el presidente. Era el auténtico presidente sin duda, pensó Mano Negra.
En ese momento, el monitor perdió la señal. Tras un parpadeo, la pantalla quedó en negro.
—El mundo volverá a tener noticias mías muy pronto—dijo la mayestática voz del doctor a través de los altavoces del monitor.
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