—Debería hacerme un retoque así—dijo María ante el
espejo, mientras se estiraba la piel por detrás de las orejas, convirtiendo su
rostro en una máscara tan tersa e inexpresiva como la de Michael Myers, el
asesino de las películas de la saga Halloween.
—No, no deberías—dije yo. No me atraía nada la
perspectiva de besar a Michael Myers en los labios de goma.
—Nada muy radical. Lo justo para hacer desaparecer
las líneas nasogenianas y las patas de gallo.
—Pero a mí me gustan tus patas de gallo. Y tus
líneas nasogenianas. Sea eso lo que coño sea.
María se giró para mirarme como si, de pronto, se
hubiera dado cuenta, con cierto disgusto, de mi presencia en la habitación.
—No lo haría por ti.
—Entonces, ¿por quién?
—Por mí. Para sentirme bien conmigo misma.
Yo sabía que aquello era verdad… a medias. Sí, no
lo hacía por mí. Pero tampoco lo hacía por ella, sino por las otras mujeres. Todas las
mujeres tienen una cierta lesbianidad inherente: se maquillan, peinan, visten y
arreglan para las otras mujeres. Aunque no sé, quizá no sea tanto lesbianidad
como que, en eso y entre ellas. son ferozmente competitivas.
Las manos de María dejaron de torturar la piel de
su rostro y bajaron a sus pechos. Los sopesó como si fueran melones en el
mercado. Melones franceses, de esos pequeños, redondos y de pulpa tierna.
—O quizá debería hacerme un retoque aquí. Se están
cayendo. Y estas estrías...
—Pues a mí me gustan.
Me acerqué por detrás y le cubrí los susodichos con
las manos. Ella me rechazó dándome un cachete leve, displicente, en los nudillos.
—Ahora no.
Me retiré, obediente, y no respondí. Pero era
verdad que amaba sus pechos grávidos de mujer de mediana edad. Y sus estrías. Y
sus patas de gallo. Y sus líneas nasogenianas (sí, claro que sé lo que son.
Cómo no saberlo cuando convives con María) que proporcionaban expresión y personalidad
al rostro que yo conocía.
Y me excitaba notar bajo mi mano la suave blandura
de ese vientre que ella consideraba demasiado fofo. Y ver en sus axilas
expuestas esa sombra oscura que aparecía tras varios días después del último
depilado, y que a ella tanto le repugnaba, en sí misma y en otras. Solía decir
que no le gustaba ir al gimnasio porque las otras mujeres dejaban la ducha
llena de pelos púbicos y axiales.
—Es que hay algunas que llevan un matorral
debajo de cada sobaco. Y un pelambre salvaje en el chocho. Qué asco. Y se
pasean por el vestuario en pelota picada con todo aquello al aire, como si nada.
—Es que un vestuario sirve para eso, precisamente.
—¿Para ventilar los pelajos?
—No, para que la gente se vista y se desvista. Y
cada cual es muy libre de hacer con su vello corporal lo que le dé la gana.
—Me da mucho asco.
—Pues menos mal que no te tienes que duchar en los
vestuarios de los hombres. Porque corre por allí cada ejemplar de orangután con
hirsutismo…
—En un hombre es diferente.
—En las tuberías de desagüe de las duchas de los
hombres debe haber unas formaciones de estalactitas de pelos apelmazados que ni
en la caverna de El Soplao…
—¡Qué ascoooo!
Y corría a rasurarse las axilas ante ese mismo
espejo ante el que cada vez pasaba más tiempo, examinándose, buscándose esas
mil pequeñas imperfecciones con que el tiempo nos va marcando como lo que en el
fondo somos: reses de su ganadería.
A juzgar por las fotografías que atesoraba, María
había sido una jovencita muy bella; pero su belleza de juventud era, quizá, un poco demasiado perfecta, como de muñeca Barbie de plástico. Las pequeñas imperfecciones que le había ido añadiendo el tiempo,
más que macular su belleza, la realzaban; le añadían una dimensión más
entrañable, casi diría que más humana. Pero a ella no le gustaba la mujer en
que se estaba convirtiendo, y a mí me gustaba la mujer que María no quería ser.
Y eso, poco a poco, nos fue distanciando.
Y entonces, apareció Carmen.
Carmen era menuda, simpática. No se puede decir que
fuera una belleza, y a juzgar por sus fotos de juventud, nunca pasó del nivel de chica mona. Pero era atractiva, a su manera. Como todo el mundo, en el
fondo. Y entre nosotros nació una amistad que fue creciendo poco a poco, como
una bola de nieve que echa a rodar cuesta abajo, hasta que llegó el punto en
que me vi obligado a decirle a María y que lo nuestro no podía continuar,
porque me había enamorado de otra. No se lo tomó muy bien.
—Seguro que es más joven que yo.
—Un par de años. Tampoco es que eso sea la gran
cosa…
—Pues espera que pasen un par de años, y ya verás
como a ella también le sale celulitis en el culo y estrías en las tetas.
—No hace falta que espere. De hecho, ya tiene de
todo eso. Pero no es esa la cuestión…
La conversación siguió por ahí durante un buen rato.
Existe una buena colección de frases tópicas que se usan en este tipo de situaciones
(alguien, alguna vez, debería recopilarlas en un vademécum), y en aquel momento
las usamos casi todas. Menos una, que surgió mucho tiempo después.
Pasaron un par de años. Mi relación con Carmen se asentó,
y de María hacía tiempo que no sabía nada. Hasta que, en uno de esos congresos
a los que los tres (María, Carmen y yo) solíamos asistir por necesidad
profesional, coincidimos ante el bufete de los canapés con que la organización
premiaba a los asistentes de una conferencia, probablemente muy aburrida, que
ni siquiera recuerdo.
—Se te ve muy bien. Tienes buen aspecto—dije, y era
verdad. Seguía siendo una mujer muy atractiva.
—Tú también—mintió ella. No porque no lo tuviera,
que podría ser, sino porque era evidente que no se había tomado la molestia de
comprobarlo.
—Espero que te vaya bien con tu novia—volvió a
mentir. Había convivido con ella durante tiempo suficiente como para saber
cuándo lo hacía.
—No nos va mal.
—Es aquella de allí ¿verdad?
—Esa misma.
Y entonces, María pronunció esa última frase tópica
que, sorprendentemente, no había pronunciado durante nuestra escenita de
separación, cuando casi agotamos el catálogo de los tópicos.
—¿Qué tiene ella que no tenga yo?
Me permití echarle un vistazo a Carmen antes de
responder. Ella, al notar que la miraba, me saludó con la mano. Y siguió
hablando con quien estaba hablando. El aburrido conferenciante, creo recordar.
—Nada en absoluto—dije, por fin— pero, cuando miro
lo que tiene, siento que ella está ahí. Lo cual no me pasaba contigo.
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