jueves, 12 de septiembre de 2019

Mujer en el espejo contemplando el desastre



         —Debería hacerme un retoque así—dijo María ante el espejo, mientras se estiraba la piel por detrás de las orejas, convirtiendo su rostro en una máscara tan tersa e inexpresiva como la de Michael Myers, el asesino de las películas de la saga Halloween.
—No, no deberías—dije yo. No me atraía nada la perspectiva de besar a Michael Myers en los labios de goma.
—Nada muy radical. Lo justo para hacer desaparecer las líneas nasogenianas y las patas de gallo.
—Pero a mí me gustan tus patas de gallo. Y tus líneas nasogenianas. Sea eso lo que coño sea.
María se giró para mirarme como si, de pronto, se hubiera dado cuenta, con cierto disgusto, de mi presencia en la habitación.
—No lo haría por ti.
—Entonces, ¿por quién?
—Por mí.  Para sentirme bien conmigo misma.
Yo sabía que aquello era verdad… a medias. Sí, no lo hacía por mí. Pero tampoco lo hacía por ella, sino por las otras mujeres. Todas las mujeres tienen una cierta lesbianidad inherente: se maquillan, peinan, visten y arreglan para las otras mujeres. Aunque no sé, quizá no sea tanto lesbianidad como que, en eso y entre ellas. son ferozmente competitivas.
Las manos de María dejaron de torturar la piel de su rostro y bajaron a sus pechos. Los sopesó como si fueran melones en el mercado. Melones franceses, de esos pequeños, redondos y de pulpa tierna.
—O quizá debería hacerme un retoque aquí. Se están cayendo. Y estas estrías...
—Pues a mí me gustan.
Me acerqué por detrás y le cubrí los susodichos con las manos. Ella me rechazó dándome un cachete leve, displicente, en los nudillos.
—Ahora no.
Me retiré, obediente, y no respondí. Pero era verdad que amaba sus pechos grávidos de mujer de mediana edad. Y sus estrías. Y sus patas de gallo. Y sus líneas nasogenianas (sí, claro que sé lo que son. Cómo no saberlo cuando convives con María) que proporcionaban expresión y personalidad al rostro que yo conocía.
Y me excitaba notar bajo mi mano la suave blandura de ese vientre que ella consideraba demasiado fofo. Y ver en sus axilas expuestas esa sombra oscura que aparecía tras varios días después del último depilado, y que a ella tanto le repugnaba, en sí misma y en otras. Solía decir que no le gustaba ir al gimnasio porque las otras mujeres dejaban la ducha llena de pelos púbicos y axiales.
  —Es que hay algunas que llevan un matorral debajo de cada sobaco. Y un pelambre salvaje en el chocho. Qué asco. Y se pasean por el vestuario en pelota picada con todo aquello al aire, como si nada.
—Es que un vestuario sirve para eso, precisamente.
—¿Para ventilar los pelajos?
—No, para que la gente se vista y se desvista. Y cada cual es muy libre de hacer con su vello corporal lo que le dé la gana.
—Me da mucho asco.
—Pues menos mal que no te tienes que duchar en los vestuarios de los hombres. Porque corre por allí cada ejemplar de orangután con hirsutismo…
—En un hombre es diferente.
—En las tuberías de desagüe de las duchas de los hombres debe haber unas formaciones de estalactitas de pelos apelmazados que ni en la caverna de El Soplao…
—¡Qué ascoooo!
Y corría a rasurarse las axilas ante ese mismo espejo ante el que cada vez pasaba más tiempo, examinándose, buscándose esas mil pequeñas imperfecciones con que el tiempo nos va marcando como lo que en el fondo somos: reses de su ganadería.
A juzgar por las fotografías que atesoraba, María había sido una jovencita muy bella; pero su belleza de juventud era, quizá, un poco demasiado perfecta, como de muñeca Barbie de plástico. Las pequeñas imperfecciones que le había ido añadiendo el tiempo, más que macular su belleza, la realzaban; le añadían una dimensión más entrañable, casi diría que más humana. Pero a ella no le gustaba la mujer en que se estaba convirtiendo, y a mí me gustaba la mujer que María no quería ser. Y eso, poco a poco, nos fue distanciando.
Y entonces, apareció Carmen.
Carmen era menuda, simpática. No se puede decir que fuera una belleza, y a juzgar por sus fotos de juventud, nunca pasó del nivel de chica mona. Pero era atractiva, a su manera. Como todo el mundo, en el fondo. Y entre nosotros nació una amistad que fue creciendo poco a poco, como una bola de nieve que echa a rodar cuesta abajo, hasta que llegó el punto en que me vi obligado a decirle a María y que lo nuestro no podía continuar, porque me había enamorado de otra. No se lo tomó muy bien.
—Seguro que es más joven que yo.
—Un par de años. Tampoco es que eso sea la gran cosa…
—Pues espera que pasen un par de años, y ya verás como a ella también le sale celulitis en el culo y estrías en las tetas.
—No hace falta que espere. De hecho, ya tiene de todo eso. Pero no es esa la cuestión…
La conversación siguió por ahí durante un buen rato. Existe una buena colección de frases tópicas que se usan en este tipo de situaciones (alguien, alguna vez, debería recopilarlas en un vademécum), y en aquel momento las usamos casi todas. Menos una, que surgió mucho tiempo después.
Pasaron un par de años. Mi relación con Carmen se asentó, y de María hacía tiempo que no sabía nada. Hasta que, en uno de esos congresos a los que los tres (María, Carmen y yo) solíamos asistir por necesidad profesional, coincidimos ante el bufete de los canapés con que la organización premiaba a los asistentes de una conferencia, probablemente muy aburrida, que ni siquiera recuerdo.
—Se te ve muy bien. Tienes buen aspecto—dije, y era verdad. Seguía siendo una mujer muy atractiva.
—Tú también—mintió ella. No porque no lo tuviera, que podría ser, sino porque era evidente que no se había tomado la molestia de comprobarlo.
—Espero que te vaya bien con tu novia—volvió a mentir. Había convivido con ella durante tiempo suficiente como para saber cuándo lo hacía.
—No nos va mal.
—Es aquella de allí ¿verdad?
—Esa misma.
Y entonces, María pronunció esa última frase tópica que, sorprendentemente, no había pronunciado durante nuestra escenita de separación, cuando casi agotamos el catálogo de los tópicos.
—¿Qué tiene ella que no tenga yo?
Me permití echarle un vistazo a Carmen antes de responder. Ella, al notar que la miraba, me saludó con la mano. Y siguió hablando con quien estaba hablando. El aburrido conferenciante, creo recordar.
—Nada en absoluto—dije, por fin— pero, cuando miro lo que tiene, siento que ella está ahí. Lo cual no me pasaba contigo.

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