
Hemos tenido suerte: los arqueros han podido cazar unos cuantos conejos y dos grandes jabalíes, que los marmitones están asando ahora mismo. Con las vísceras y la sangre de los jabalíes han preparado una gran olla de caldo negro, de la que cada hombre, por turno, ha llenado su cuenco y, tras hacerlo, se ha sentado en derredor de la gran hoguera. Yo hago lo mismo, y mientras sorbo el nutritivo caldo —espeso, oloroso, con ese regusto metálico que le proporcionan la sangre y el vino— los observo. El resplandor del fuego hace brillar sus cuerpos aceitados y sus armas bruñidas. Comen en silencio, no se oye nada más que el ocasional crepitar de la resina en los troncos que arden. Su mirada está fija en las llamas, pero su mente, sin duda, está con esa multitud de hogueras lejanas que brillan en la oscuridad, sobre las cubiertas de los barcos persas, y que convierten la impenetrable negrura del mar en otro cielo estrellado. Antes del ocaso, a la luz rojiza del sol declinante, conté, desde mi otero en el promontorio, cinco mil naves. Había muchas más, pero pensé que para qué molestarme en seguir contando, si me bastaba con saber que eran demasiadas. ¿Cuántos soldados del rey de reyes albergará cada uno de esos grandes barcos? Aunque fuera sólo uno por nave, serían demasiados, también.
He acordado con los atenienses que marchen a retaguardia para reagrupar al resto de tribus y ciudades griegas, mientras nosotros ganamos tiempo para ellos aquí, en este paso. Sólo somos trescientos, pero un espartano en combate vale por diez soldados esclavos del rey de reyes. O de cualquier otro rey. Porque un espartano es un hombre libre que lucha por sí mismo, por su familia y por los suyos, mientras que un soldado esclavo sólo lucha por miedo del látigo de su amo. Además, este paso es estrecho y escarpado, muy fácil de defender. Un puñado de hombres pueden cerrarles aquí el paso a los cientos de miles que, calculo, forman el ejército persa. Durante un tiempo, al menos. Porque no me engaño, y mis hombres tampoco: no vamos a vencer en esta batalla. Tardarán más o menos, pero al final, los persas lograrán aplastarnos, porque son demasiados. Nuestra victoria se medirá por el tiempo que logremos retrasar nuestra derrota. Yo lo sé, y ellos tambi´n. Pero me preocupan sus miradas vacías. Me preocupa que, en sus mentes, ya estén derrotados. Debo decirles algo. Debo elevar su espíritu, alejar la derrota de sus mentes. En silencio, me encomiendo a Calíope, diosa de la elocuencia, y me pongo de pie. Todas esas miradas vacías se vuelven de pronto hacia mí, su rey.
—Dentro de mil, dos mil, quizá tres mil años, quizá más—empiezo—hombres aún no nacidos, entre ellos, posiblemente, muchos eruditos, viajarán a Grecia impulsados por la curiosidad, o por el apetito de conocimiento. Y explorarán las piedras y los escombros de nuestras naciones, tratando de aprender de nosotros. Pero en nuestra Esparta no encontrarán grandes palacios, ni brillantes templos, ni monumentos de mármol o bronce; eso, quizá, lo encuentren en las de los atenienses. Pero todos esos hombres aún no nacidos, todos esos eruditos, también aprenderán de nosotros, los espartanos. Aprenderán de lo que estamos haciendo aquí hoy, y de lo que haremos mañana. Ese será nuestro palacio, ese será nuestro monumento.
No sé qué estoy diciendo ¿De dónde han salido todas esas palabras? ¿Acaso Calíope se burla de mí? ¿Quizá Apolo me ha convertido en un oráculo de profecías incomprensibles, como todos los oráculos? Callo de pronto, y observo esos seiscientos ojos fijos en mí. Veo el fulgor de las llamas de la hoguera reflejados en ellos, pero ningún fulgor que venga de su interior, ninguna llama que no sea un reflejo inerte. En silencio, vuelvo a pedirle ayuda a Calíope. Y ella, al parecer, se apiada de mí y me inspira un mejor discurso. O quizá haya sido Apolo, que ha comprendido lo enrevesado de su, mi, profecía. O tal vez haya sido Atenea, diosa de la sabiduría, que quiere favorecerme en agradecimiento por haber protegido a los habitantes de la ciudad de sus favoritos, la ciudad que lleva su nombre. Provenga del dios que provenga, esta otra súbita inspiración me lleva a acercarme al fuego. Entonces me agacho y recojo una pequeña astilla, que arde en uno de sus extremos con una llamita muy débil. Con ella en la mano retrocedo hasta un lugar más oscuro, desde el que la llamita se vea mejor. Apenas tiene fuerza para iluminar, malamente, mi rostro. La muestro, protegiéndola de la brisa con los dedos de una mano.
—¿Veis esta pequeña luz?—digo entonces a mis hombres; ellos asienten, aún en silencio—Es tan débil, tan minúscula, que cualquier soplo puede apagarla. A su alrededor, sólo hay tinieblas. ¿La veis? Pues esta pequeña luz es Grecia. Y las tinieblas que la rodean son las que dominan el mundo: las tinieblas de la ignorancia, del miedo, de la tiranía, del fanatismo; las tinieblas de los reyes dioses, que son tiranos que se fundamentan en el fanatismo y gobiernan gracias a la ignorancia y el miedo. Pero en esta pequeña luz titilan el raciocinio, el pensamiento lógico, el debate, la filosofía, las matemáticas, la geografía, las ciencias… incluso esa extraña invención de los atenienses, la democracia ¿Y qué parte de esta minúscula, esta débil luz somos nosotros, los espartanos? Porque nosotros, bien lo sabéis, no somos filósofos, ni polemistas, ni matemáticos, ni pensadores… nosotros, bien lo sabéis, somos soldados. Y nuestra misión, es proteger esta pequeña luz, tan débil, como ahora la protegen mis dedos. Nuestra misión es evitar, a toda costa, que esta pequeña luz se apague. Porque, tan débil como es, esta pequeña luz, un día, iluminará el mundo.
Y, diciendo esto, deposito la llamita sobre unos abrojos secos que tengo al lado. Prenden inmediatamente, y la pequeña hoguera resultante ilumina no sólo mi rostro, sino mi figura entera. Miro en derredor. Mis hombres, sin duda, no habían comprendido mucho de mis palabras. La verdad es que yo tampoco. Pero en sus ojos veo arder una llama que no es reflejo de la de la hoguera, sino que surge de su interior. Y me doy por satisfecho.
—Ahora comed, hombres. Comed y festejad esta última cena antes de la batalla.
Ellos rugen mi nombre, repetidamente, como si entre todos compartieran una sola garganta, y fuera ésta la garganta de un león.
—¡Leónidas! ¡Leónidas! ¡Leónidas!
Y yo añado algo que no me ha inspirado ningún dios, algo que tanto ellos como yo podemos entender;
—Mañana compartiremos cena en el infierno.
Ellos rieron.
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