Respecto a las elecciones catalanas existe una especie de unanimidad subliminal, tanto a derecha como a izquierda, de que ha ganado quien debía ganar, porque es lógico que en Cataluña manden los catalanes, ¿no? Y es que a Convergència i Unió, en las Españas de más allà de la Franja de Ponent, la llaman “los catalanes”, lo que les debe encantar a los de CiU. De hecho Convergència, más que un partido político, es una organización fundada para, y destinada a, administrar el poder en Cataluña, no a defender una determinada postura ideológica: eso se lo deja a Unió, su socio de coalición, un partido demócrata cristiano de sesgo nacionalista y conservador. Pero Convergència es otra cosa. Puede llamársela nacionalista, puede llamársela populista, puede llamársela conservadora, y todas esas cosas es, sin duda. Pero su objetivo no es ocupar el poder para llevar adelante un proyecto político. Es al revés, el objetivo de su proyecto político es ocupar el poder, en todas sus facetas y variantes. Más que ocuparlo, ser el poder.
CiU no aspira a ser el representante de una postura ideológica de la sociedad catalana, sino a ser Cataluña. Y claro, como Cataluña es muchas cosas, Convergència puede afirmar, simultáneamente y sin despeinarse, ser independentista y no serlo; puede formar frente común lo mismo con la izquierda independentista (ERC) que con la derecha españolista (PP) sin parecer esquizofrénica ni chaquetera. Y puede presentarse, según le rote, como una formación democristiana, socialcristiana, liberal o hasta socialdemócrata moderada, que a todos esos palos ha jugado cuando le ha convenido. Puede ser el gran opositor al gobierno central (llamado Madrid, por sinécdoque) y su aliado más deseado, sea cual sea el color político del gobierno central en cuestión, que con igual alegría se ha encamado CiU en la Moncloa con un inquilino de derechas o uno de izquierdas. Vamos, que puede ser una cosa, la otra, ninguna de las dos y su contrario, sin entrar en contradicción.
CiU no aspira a ser el representante de una postura ideológica de la sociedad catalana, sino a ser Cataluña. Y claro, como Cataluña es muchas cosas, Convergència puede afirmar, simultáneamente y sin despeinarse, ser independentista y no serlo; puede formar frente común lo mismo con la izquierda independentista (ERC) que con la derecha españolista (PP) sin parecer esquizofrénica ni chaquetera. Y puede presentarse, según le rote, como una formación democristiana, socialcristiana, liberal o hasta socialdemócrata moderada, que a todos esos palos ha jugado cuando le ha convenido. Puede ser el gran opositor al gobierno central (llamado Madrid, por sinécdoque) y su aliado más deseado, sea cual sea el color político del gobierno central en cuestión, que con igual alegría se ha encamado CiU en la Moncloa con un inquilino de derechas o uno de izquierdas. Vamos, que puede ser una cosa, la otra, ninguna de las dos y su contrario, sin entrar en contradicción.
El eje de su discurso gira en torno al soberanismo, descrito como “derecho a decidir”, peculiar mosca atada por el rabo que más parece un eufemismo acuñado para no asustar a los no independentistas guiñando el ojo al mismo tiempo a los que sí lo son. Y la gente se lo traga, porque Convergència no es un partido, es Cataluña. Y ha conseguido que todo el mundo se lo crea.
De ahí ese sentimiento colectivo (no sólo entre catalanes, no sólo entre gente de derechas) de que ara mana qui ha de manar. Y de que esta victoria ha vuelto a poner las cosas en su sitio. O sea, ahora las cosas son com cal. Aunque en realidad, que esto sea una victoria es muy discutible; Con una abstención de casi el 60%, sería más realista considerar que todos los partidos han perdido; sólo que unos han perdido más y otros, menos. La representatividad real del Parlament salido de estas elecciones es muy baja, no importa cuál vaya a ser el reparto de escaños. Y queda claro que la sociedad catalana le da la espalda a su sistema político autonómico (en las elecciones generales votan mucho más) y a su clase política. Quizá una de las razones sea que la clase política catalana vive en una torre de marfil entreteniéndose, para hacer ver que hacen algo, con el fatigoso y bizantino debate de tu que te sientes más, catalán o español, una variante tribal del tonto dilema infantil de tú a quien quieres más, a papá o a mamá. Dilema en el que, ya en tiempos del alcalde Maragall, muchos barceloneses escurríamos el bulto diciendo yo me siento más barcelonés, para irritación de los catalans com cal, que siempre han considerado a los habitantes de la metrópoli como sospechosos del pecado de cosmopolitismo (personalmente no me importa reconocer que, si eso es pecado, yo estoy condenado al infierno sin remedio) y ante la incredulidad de los habitantes del resto de España, para quienes Barcelona es Cataluña (pues no; es una parte, y al mismo tiempo es otra cosa) y un catalán es forzosamente nacionalista y del Barça. El debate identitario, que cada vez se parece más al proverbial burro (catalán) uncido a la proverbial noria, lleva tanto tiempo secuestrando la política catalana, que cada vez más catalanes se aburren de dar tantas vueltas. Y no votan.
El antes mencionado Pascual Maragall trató de sacar al burro (catalán) de la noria. Maragall es un caso anómalo de político honesto —las hemerotecas no registran ni una sola mentira salida de sus labios, lo que no es poco mérito para un político—que concebía el poder (cosa más rara aún en un político) no como un fin en sí mismo sino como un instrumento para arreglar cosas. Maragall se presentó a las elecciones abanderando una coalición de izquierdas, tratando así de restablecer el debate político en sus términos más sensatos —derecha e izquierda, conservador y progresista— y propuso, para zanjar de una santa vez el cansino debate, su teoría de la nació gran i la nació petita, teoría razonable y destinada a contentar a todo el mundo, pero que como todas las teorías destinadas a contentar a todo el mundo no consiguió contentar a nadie.
Aquel pacto de izquierdas, el ahora tan denostado, a diestra y siniestra, tripartito, resultó, en buena medida, un bienintencionado fracaso. Aunque la idea era buena: hacer frente común entre los nacionalistas de izquierda y a la izquierda no nacionalista, dejando así claro que ni Cataluña es Convergència ni Convergència es Cataluña, sino la derecha parlamentaria catalana. Y para dar respuesta definitiva a la pregunta de a quién quieres más, a papá o a mamá, Maragall sacó adelante un nuevo estatuto de autonomía cuya intención no era, como clamaron algunos hasta enronquecer, sacar a Cataluña de España, sino dejarla bien encajada en ella (la prueba es que, tras mucho criticarlo, ese Estatut sirvió de modelo a los de otras autonomías); no preparar el camino para romper España, sino prepararlo para llevarla al modelo federal, que Maragall siempre ha postulado como el más adecuado para organizar la nació gran. En última instancia, el Estatut pretendía dejar bien articulada, de una vez por todas (y sí, barriendo para casa todo lo que se podía, pero eso lo hace todo el mundo), el encaje administrativo de la nació petita dentro de la nació gran para, a partir de ahí, olvidarse de una vez del tema y ponerse a hacer política de verdad; que la política de verdad, como decía Bill Clinton, es la economía, estúpido.
Pero el Estatut consiguió justo el efecto contrario al que pretendía su padre espiritual: la política catalana quedó aún más secuestrada que antes por el debate identitario. También sufrió el fuego graneado de la derecha mediática, pues bajo el tripartito Cataluña se convirtió en un bastión de la izquierda española, algo a sus ojos peor que ser un bastión del nacionalismo, pues, al fin y al cabo, el nacionalismo es, en el fondo, una ideología de corte conservador y pequeñoburgués, en el fondo uno de los nuestros.
Claro que no todo fue culpa del fuego graneado del bunker mediático hispano, el tripartito protagonizó, en sus primeros años de andadura, algunas sonoras pifias y algunos no menos sonoros desencuentros entre socios. Aquí hay que echarle la culpa, sobre todo, a Esquerra Republicana, ese partido víctima de una esquizofrenia insalvable entre su corazoncito de izquierdas y su corazoncito nacionalista (y, por tanto, conservador y pequeñoburgués), que en su experiencia de gobierno compartido se ha revelado como un socio considerablemente cantamañanas y considerablemente poco fiable (quizá por eso ha sido el partido más castigado por las urnas en estas últimas elecciones).
Así que el tripartito, una experiencia política que se prometía tan brillante como la mente de su artífice, ha acabado como ésta (víctima del alzheimer) disgregándose en la autodestrucción. Apenas quedan para el recuerdo victorias como haber roto esa ley no escrita ni mencionada pero presente de que la alta política en Cataluña es para catalanes de nacimiento (ius soli) y de ascendencia (ius sangui), colocado en la presidencia de la Generalitat a un charnego nacido en Andalucía, con lo que por fin la Cataluña real entró a formar parte de la Cataluña institucional. Todo eso ha quedado atrás ya, las aguas han vuelto a su cauce, un catalán com cal vuelve a ser el president de la Generalitat, Convergència vuelve a ser Cataluña y Cataluña vuelve a ser Convergència. Así que respiren todos tranquilos, en la Plaça Sant Jaume, en Ferraz, en la Moncloa y en la calle Génova. Permítanme en todo caso que guarde un recuerdo nostálgico y cariñoso de Pascual Maragall, el President que pudo haber sido y no fue. Qué quieren que les diga, siempre me han inspirado ternura los perdedores. Los que ganan siempre, en cambio, más bien me caen gordos.
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