La mano negra
Una voz siniestramente metálica interrumpió el sueño de Damián. La voz dijo:
—Le ordené vigilar al presidente.
Damián dio un respingo, se despertó, se sentó en la cama y encendió la luz de la mesilla de noche. Ésta iluminó una silueta alta, oscura e intimidante que se erguía a su lado. Los cristales rojos de sus anteojos parecían brillar en la oscuridad como los ojos de un felino.
—No se preocupe, jefe—dijo Damián, frotándose los ojos—. Está durmiendo en el albergue para indigentes. Mañana por la mañana pasaré a recogerlo antes de que se levanten para desayunar.
—Debería estar durmiendo allí con él. No debería haberle perdido de vista.
—¿Quién se va a fijar en él? Allí, todo el mundo está dormido, ahora. Y me lo llevaré justo cuando se despierten. Además, ya estaba harto de dormir en la calle o en albergues de caridad. Lo he estado haciendo durante dos años, y ya he tenido más que suficiente. Me apetecía volver a dormir una noche en mi cama.
Lo que no dijo fue que también estaba harto de hacer de niñera del presidente, mientras éste permanecía oculto haciéndose pasar por indigente. Porque el presidente era insufriblemente quejica. Se quejaba de todo. Del frío, del calor, de las incomodidades, de la comida…
—¿Por qué le dijo que nuestra organización se llama La Mano Negra?—le dijo entonces el Hombre de Negro, con su voz metálica—. Sabe que no se llama así. No tenemos ningún nombre.
Damián se asombró ¿cómo se había enterado el Hombre de Negro de eso? Aunque, pensó a continuación, su misterioso jefe parecía enterarse siempre de todo.
—Qué sé yo, se me ocurrió, así de pronto. Sólo se lo dije para que se callara, el tío no paraba de hacer preguntas. Además, encuentro que le pega, ¿no cree?
Aquello había pasado el día anterior, en el comedor de Cáritas al que habían ido a comer el presidente y él, en compañía de Dios.
—Esto no es comida decente, mire usted. Esto es una bazofia. No es comida de personas—dijo el presidente, contemplando el plato de alubias que les habían proporcionado.
Damián, que estaba sentado a su lado en la mesa, miro en derredor. El comedor estaba abarrotado de comensales, y ante la puerta aún había cola aguardando a conseguir un plato de alubias. No debían quedar muchas ya. Los rostros de los voluntarios que atendían el comedor se veían cada vez más sombríos mientras rascaban, cada vez con más vehemencia, el fondo de las grandes marmitas.
—Toda esta gente son personas—le dijo al presidente, un poco irritado—Y bien que se lo comen.
—Porque no tienen otro remedio.
—Usted, ahora, tampoco.
—Bueno, mire usted, ellos están acostumbrados. Pero yo no soy como ellos…
—En eso tiene usted razón. Usted es muchísimo más gilipollas.
—Si no quiere las alubias—intervino Dios, que estaba sentado al otro lado del presidente ¿Me puedo comer su ración?
—Ni hablar—dijo el presidente, protegiendo su plato con el brazo.
—¿Y el trozo de pan?
—Es de panificadora, está duro y no sabe a nada.
—Pues démelo, que a mí no me importa que esté duro. A buen hambre…
—Ni hablar, viejo buitre ¡Este pan es mío!
El presidente se puso a comer a dos carrillos, a toda prisa.
—Ay, cómo me acuerdo ahora del cátering del avión Falcon a que tenía derecho como presidente del gobierno—murmuraba, mientras la salsa de alubias se le escurría por la barba y le goteaba en la pechera del suéter raído—. Fuéramos a donde fuéramos y llevara la cantidad de gente que llevara, nunca despegábamos sin tener, al menos, un kilo de jamón ibérico a bordo. Del de doscientas cincuenta pesetas el kilo. Y el cochinillo a la segoviana…
—¿Les preparaban cochinillo a la segoviana en el avión?— preguntó Dios.
—¡Toma! Y medallón de cordero lechal, lubina a la bilbaína, mousse de pato con lomo ibérico, ensalada de pasta con rosbif… Y vinos buenos, riberas del Duero y riojas. Una buena bodega llevábamos a bordo. Y varios tipos de whisky, y de ginebra… qué buenos gin tonics nos tomábamos en vuelo. Mejores que los de la cafetería del Congreso de los Diputados. Ah, y el zumo de naranja era natural, recién exprimido, nada de envasados de bote ¡Faltaría más! Y ahora… en fin. No entiendo por qué me hacen vivir como un pordiosero.
—Ya se lo hemos dicho—dijo Damián—. Alguien le ha suplantado. Si descubre que usted aún está vivo, hará todo lo que sea por hacerle desaparecer. Viviendo en la calle como un sin techo, resulta usted ilocalizable.
—No, si eso lo entiendo. Pero aunque vivamos en la calle podríamos ir a comer a algún restaurante ¿no? Si es por el dinero no se preocupen, cuando me reincorpore al cargo ya les conseguiré alguna adjudicación a costa del presupuesto…
—No es por el dinero. Es por no llamar la atención ¿tres andrajosos en un restaurante?
—¿Y hasta cuándo voy a tener que estar viviendo así?
—Hasta que mi jefe encuentre una manera de restituirle a usted en el puesto.
—¿Quién es su jefe?
—Mi jefe es el jefe de una organización secreta que lucha contra… la injusticia, supongo.
—Ya, pero ¿Cómo se llama? ¿Qué intenciones tiene? ¿En qué se beneficia él de todo esto que hace?
—Ni idea. Yo sólo cobro mi salario y obedezco órdenes. Cuando le vuelva a ver se lo pregunta.
—Y esa organización suya, ¿Cómo se llama?
—Ni idea. La mano negra—dijo entonces Damián, por decir lo primero que le vino a la cabeza.
—¿La mano negra?—dijo el presidente, alarmado—¿Eso no era un grupo terrorista anarquista del siglo XIX?
—No es la misma mano. Cómase las alubias y cállese de una santa vez.
—Mire usted, les agradezco lo que están haciendo y todo eso, pero no quiero tener nada que ver con terroristas anarquistas. Si se enterara la oposición… Qué coño, si se enteraran los barones de mi partido, con las ganas que me tienen…
—Que se calle de una vez, joder.
Damián estaba tan harto, que decidió que se iba a tomar la noche libre. Aquella noche habían conseguido plaza en un albergue, y cuando dejó al presidente en el camastro que le correspondía le dijo que volvería a verle por la mañana.
—Pero, ¿no va a dormir usted aquí conmigo?—preguntó el presidente.
—No, tengo que… efectuar una misión especial. Cosas de La mano negra, ya sabe.
—Pero ¿me va a dejar solo aquí? Mire que esto está lleno de gente rarísima…
—No son raros, sólo son pobres. No se preocupe y duerma. Nadie se va a meter con usted. Creen que es un pobre como ellos. Mañana desayunamos juntos.
Damián se marchó entonces a su apartamento. En realidad, sólo quería pasar una noche de sueño en una cama decente, tras tomar una cena decente. No pensaba que, por una noche, pasara nada. No creía que su jefe se enterase. Pero se enteró. Ahí estaba, la sombra más oscura entre las sombras del dormitorio, embozado en su abrigo y su sombrero negros, erguido ante su cama, escrutándole con los vidrios rojos tras los que ocultaba sus ojos.
—Bien pensado, La Mano Negra no es mal nombre—dijo, con su voz metálica—. Pero no vuelva a desobedecer mis órdenes.
—No, señor.
—Y prepárese. Nos ponemos en acción. Mañana traiga al presidente aquí. Vístalo con un traje, camisa y corbata. Usted vístase de la misma manera; hay ropa en el armario. Y aguarden a que venga mi automóvil a buscarlos.
—¿A dónde iremos?
—A Madrid, al Congreso de los Diputados. A las cuatro en punto de la tarde, cuando se reanude la sesión de control, el presidente entrará por la puerta. Y usted le acompañará.
—¿Y el falso presidente?
—No estará allí. Yo me encargaré de ello.
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