lunes, 16 de diciembre de 2013

El misterioso doctor Mercado, capítulo 14

drmercado15

La liga de los calvos siniestros

Últimamente el presidente llegaba a su despacho de Moncloa a las ocho en punto exactamente. “Desde que se ha vuelto tan raro es más puntual que nunca” pensó su secretaria. Ya se había acostumbrado a tener preparado, a esa hora, un desayuno a base té de jazmín, leche de soja con miel, pescado al vapor con algas, verduras en escabeche y un panecillo shaoping. Por suerte los de personal habían encontrado un cocinero chino, de Shangai, que preparaba los desayunos exactamente según los nuevos gustos del presidente. A lo que no se había acostumbrado la secretaria, ni se acostumbraría nunca, era a la forma en que el presidente la traspasaba con la mirada desde que los ojos se le habían vuelto verdes. Sus nuevos ojos le daban escalofríos.
El presidente se detuvo ante el dintel de la puerta entreabierta y se giró para lanzarle una de sus miradas de hielo verde.
—Dígale a los calvos G, F, M y W que vengan a mi despacho—dijo, con su voz firme. La voz también le había cambiado, junto con los ojos.
—¿A-a quién dice, señor presidente?
—A los ministros de economía, interior, hacienda y educación. Tenemos reunión. Y no me pase llamadas durante la reunión. No deseo ser molestado.
—Sí, señor presidente—respondió la secretaria. Y se dispuso a llamar a los mencionados, recordando que los cuatro, en efecto, estaban bastante calvos. De hecho, ahora que se daba cuenta, no había ningún otro calvo en el consejo de ministros.
Al poco rato, cuando el presidente le daba los últimos sorbos a su té de jazmín, los cuatro ministros se presentaron en su despacho.
—Presidente—dijo uno.
—Presidente—dijo otro.
—Presidente—dijo otro más.
—Presidente—dijo el último.
—Cierren la puerta—replicó éste, por todo saludo.
El último de los que había entrado obedeció la orden, y cerró la puerta con dos vueltas de llave. Entonces el presidente se levantó del sillón, se acercó al retrato del rey que pendía en la pared tras él, accionó un interruptor disimulado en el marco y una de las librerías, puramente decorativas —en aquel despacho nadie se entretenía en leer libros— giró sobre sí misma, revelando la entrada a una habitación secreta. El presidente la atravesó, seguido de los cuatro ministros. El último, como antes, se encargó de cerrar la puerta: accionó un interruptor, y la librería volvió a su lugar.
El interior estaba decorado de tal manera que reproducía fielmente lo que había sido el salón del trono del Emperador Hung Taiji, el primero de la dinastía Quing. El presidente se sentó en el trono y se arrancó el pelo y la cara, revelando que aquel era una peluca y ésta, una máscara de látex. Ante los cuatro ministros, aparecieron las afiladas facciones mongoloides del doctor Mercado: sus altos pómulos, sus verdes ojos felinos, sus cejas a lo Shakespeare, su mentón firme enmarcado entre las guías caídas de un largo bigote, su alta frente abovedada que acababa en un cráneo rasurado, bajo el que maquinaba su privilegiado cerebro.
—De rodillas— dijo el doctor, elevando un dedo de afilada uña. Los cuatro ministros se arrodillaron, inclinándose hasta tocar el suelo con la frente, y pronunciaron al unísono la frase ritual:
—Exponemos nuestros cráneos desnudos ante aquel cuyo cráneo alberga la mente suprema.
Existen varias sociedades secretas que sirven al doctor Mercado, lo sepan sus miembros o no: la de los dacois y la de los ninjas negros, que el doctor utiliza como guardaespaldas y fuerzas de choque; la del Círculo Interior del Dragón de Jade, que agrupa aquellos políticos, financieros y hombres de negocios que le han jurado absoluta sumisión, y ponen a su servicio todo el poder e influencia de que disponen. Durante un tiempo, el doctor también mantuvo una organización secreta a través de la cual instrumentalizaba los elementos fanáticos del mundo musulmán. La llamó Al Quaeda y la dirigía disfrazándose de príncipe saudí.
Pero ninguna sociedad secreta de las que sirven al doctor era tan secreta, ni tan próxima al doctor ni tan fiel a su persona como la siniestra y temible Liga de los Calvos. Su existencia es una leyenda, su nombre se menciona en susurros que inspiran terror en el corazón de los pocos que saben de ella. Agrupa los siervos del doctor más dedicados, más fanáticos, más viciosos y más feos. En la actualidad, en España, sólo consta de cinco miembros, cuatro de los cuales, por indicación del doctor, se habían infiltrado en el gobierno, asumiendo la jefatura de los cuatro ministerios más importantes. Sus nombres en clave eran Calvo G, Calvo F, Calvo M y Calvo W, y ahora se humillaban a los pies de su amo y señor.
—Informadme—dijo el doctor.
—Honorable doctor, acabamos de eliminar la competencia desleal que para vuestras hidroeléctricas suponían los usuarios particulares de placas solares—dijo Calvo G—Hemos creado una ley por la cual os tendrán que pagar un canon por producir su propia electricidad.
—Estamos privatizando el sistema de sanidad pública y concediendo la licencia de servicios a vuestras empresas del sector, honorable doctor—añadió Calvo M, el más untuoso y servil de ellos, visiblemente molesto porque Calvo G se le hubiera adelantado al tomar la palabra.
—Con la nueva ley escolar, también favorecemos a los colegios privados por delante de los públicos, honorable doctor—dijo a su vez Calvo W— En otras palabras: los colegios también son vuestros.
—Ciertamente son buenas noticias—dijo el doctor, sorbiendo pensativo de su taza de té con jazmín—¿Qué más podríamos privatizar?
—La policía, honorable doctor—intervino entonces el calvo F—he preparado una nueva ley que da más atribuciones a la seguridad privada. Atribuciones que antes eran exclusivas de la policía del Estado, como detener a ciudadanos en la vía pública y efectuar cacheos.
—Eso es una buena noticia para mis empresas de seguridad—dijo el doctor—dispondrán así de más oportunidades de negocio. Bien, todo esto es muy interesante, seño res, pero estoy más interesado en saber cómo van los planes de dominación y control a largo plazo. Recuerden las órdenes que les di: quiero conseguir una sumisión absoluta.
—Esos planes van viento en popa, honorable doctor—dijo Calvo M, esbozando una sonrisa abyecta y frotándose las manos— como sin duda sabéis, los derechos ciudadanos se estructuran en tres capas. Pues bien, gracias a la nueva ley laboral, a la reforma de las pensiones y a la liquidación del sistema de sanidad y educación públicos, hemos eliminado casi por completo la primera capa, la de los derechos sociales.
—Y ya hemos empezado a reducir los derechos ciudadanos, que son la segunda capa—dijo Calvo F— con la nueva ley de seguridad ciudadana, la libertad de reunión y manifestación en la vía pública, y los aspectos más molestos de la libertad de expresión, pasan a nuestra jurisdicción, la del poder ejecutivo. Podremos castigarlos sin tener que atenernos a sentencia judicial.
—Excelente. Así pues, pronto no quedará más que liquidar el núcleo de los derechos ciudadanos, que son los derechos políticos. Y entonces…
—¿Vos asumiréis directamente el poder, honorable doctor?—preguntó Calvo M.
—Eso es… tentador, sin duda—repuso el doctor, pensativo. Un chispazo de fuego verde se iluminó de súbito en sus ojos y desapareció de pronto tras una veladura, como recubiertos por un párpado traslucido. Que era, probablemente, lo que había pasado. Muchos decían que los ojos del doctor sin duda estaban dotados de una membrana nictitante, como los de los gatos y las aves de presa—Aunque sin duda gobernar por persona interpuesta tiene sus ventajas. Pero…
Su mirada se posó, con desdén, en los restos de la máscara de látex que usaba para disfrazarse.
—A veces puede resultar incómodo—añadió.
—¿Cuándo empezaremos con esa fase del plan, honorable doctor?—preguntó Calvo M—¿Cuándo le meteremos mano a los derechos políticos de la chusma?
El doctor dio otro sorbo meditabundo a su taza de té. El verde de sus ojos volvió a velarse.
—Pronto. Muy pronto—dijo.

Próximo capítulo: La mano negra

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