Final (todo sigue igual)
—¿Pero qué es esto?—dijo el presidente del gobierno al ver el extraño desayuno que le había traído su secretaria junto con el dossier con la prensa del día.
—Lo de cada mañana—respondió ésta—Leche de soja, miel, un panecillo shaoping con semillas de sésamo, pescado al vapor con algas y un surtido de verduras en escabeche con arroz.
El presidente arrugó la nariz. Nunca le había gustado la cocina oriental. Ni la sudamericana, ni la africana, ni ninguna de esas mierdas que te hacen comer cuando sales de Europa. Qué hambre había pasado cuando tuvo que visitar China y el presidente de la nación le invitó a una cena de gala.
—¿Y qué es esto?—dijo, cogiendo la tetera, que estaba llena de una infusión de intenso color amarillo y olor empalagosamente perfumado—¿té?
—Sí, té de jazmín.
—Vaya mariconada. Llévese todo esto, por favor. Y tráigame un desayuno normal.
—Y ¿Qué es un desayuno normal, señor presidente?
—Coño, pues un desayuno normal, de toda la vida, como Dios Manda.—tras suspirar, añadió—Café con leche y porras.
—Sí, señor presidente—dijo la secretaria, llevándose la bandeja. El susodicho se puso a rebuscar por entre las fotocopias del dossier de prensa.
—¿Y el Marca?—dijo, antes de que la secretaria saliera por la puerta—Sabe que me gusta leer el Marca mientras tomo el desayuno.
—Me dijo que no se lo volviera a traer.
—Bueno, pues ahora le digo que me lo vuelva a traer.
—Ahora mismo, señor presidente—dijo la secretaria, saliendo a continuación por la puerta del despacho. Suspiró aliviada. El presidente había vuelto a ser el mismo de antes. Hasta sus ojos habían recuperado su color marrón deslavazado y su expresión algo alelada, en vez del inquietante fulgor verde y la atemorizante agudeza de halcón de antes.
Mientras esperaba su café con leche, el presidente se levantó, se acercó a la ventana y la abrió, para poder fumarse un puro a gusto. No había podido fumar ninguno durante todo el tiempo en que aquella organización secreta, que al parecer se hacía llamar La Mano Negra, le tuvo escondido entre los pordioseros. “Eso descubriría su tapadera”, le decía el tipo que le acompañaba, un acólito del extraño enmascarado del abrigo negro, el supuesto jefe de La Mano Negra. Los sin techo, añadió el acólito, no fumaban puros habanos, salvo que hubieran encontrado una colilla en la calle. Y la gente que fumaba puros habanos no tiraba sus colillas en la calle.
Justo ayer había podido volver a fumar puros, cuando el tipo aquél que le vigilaba mientras estaba escondido entre los indigentes le trajo al refugio donde estaba durmiendo —vaya un sitio repugnante—un traje gris, una camisa blanca y una corbata, para que se pudiera vestir por fin de persona normal. Después se lo llevó, en un coche con los vidrios tintados, a las inmediaciones del Palacio del Congreso. A determinada hora le di un puro, le dijo que saliera del coche, lo encendiera y se dirigiera hacia la puerta de entrada.
—Dígale a los guardias que había salido a fumarse un puro durante el descanso.
—¿Y entonces?
—Entonces va y se sienta en su escaño, como si nada hubiera pasado.
—¿Y si aparece el impostor que ha estado sustituyéndome?
—No aparecerá. Mi jefe se encargará de eso.
Y así fue. Atravesó la puerta sin dificultad, porque los guardias le reconocieron (aunque se extrañaron al no recordar haberle visto salir), se sentó en su escaño y aguardó a que se reemprendiera la sesión. Entonces los portavoces de la oposición empezaron a interpelarle sobre cosas de las que no tenía ni puñetera idea, pero eso no era nuevo, y no le suponía ningúna problema. Para salir del paso le bastó con seguir la estrategia habitual: quejarse de la herencia recibida, viniera o no a cuento, y leer las respuestas que previamente su equipo le había escrito en unos papeles.
En eso estaba pensando cuando volvió a entrar su secretaria. Sin su desayuno.
—¿Y mi café con leche? ¿Y el Marca?—protestó.
—Ahora vienen. He venido a avisarle de que tiene usted una visita, señor presidente.
—No recuerdo haber visto ninguna visita programada en la agenda para esta hora.
—Es que esta visita no estaba programada, señor presidente.
—Pues dígale que se marche y pida cita, como todo el mundo. Que estoy muy ocupado.
—Es que es el señor Emilio, señor presidente.
—¿El señor Emilio?
—El banquero.
—¡Ah, ese Emilio! pues hágale pasar inmediatamente, no le deje esperando, por Dios.
La secretaria salió, y al poco entró don Emilio, moviéndose con la familiaridad con que se mueve uno por los lugares a los que está habituado. Calvo, achaparrado y cejijunto, el banquero más poderoso de España, y uno de los más poderosos del mundo, tenía el aspecto y los modales de un labriego vestido con el traje de los domingos. O de un labriego que, por alguna extraña circunstancia, hubiese conseguido comprarse para los domingos un traje sastre a medida que valiera cien mil euros.
—Buenos días, señor presidente—dijo—me alegra verle de vuelta.
—¿Verme de vuelta? ¿Cómo sabe usted que yo…?
—Por favor, querido Mariano. Estoy al corriente de todo.
Don Emilio se apartó la corbata, se desabotonó la camisa y mostró, tatuado sobre su pecho desnudo, el inconfundible signo de los siervos del doctor Mercado: el carácter 富, que expresa su nombre verdadero.
—¿Oh! ¡Usted es uno de ellos!
—No sólo “uno de ellos”, querido Mariano. ¿No ha oído hablar nunca de la Liga de los calvos?
—He oído rumores. De hecho, creo que sus cuatro miembros pertenecen a mi gabinete ministerial.
—Pero la liga consta de cinco miembros, querido Mariano. Y uno de ellos es el jefe supremo del Círculo interior de la Sociedad del Dragón de Jade. El hombre más poderoso después de nuestro bienamado líder el doctor.
—¿Me está diciendo que usted es…?
Don Emilio se acarició su rotunda y brillante calva.
—El calvo B. Sólo por debajo del calvo A, que es el doctor mismo. ¿Por qué cree que, con todo el dinero que tengo, nunca me he sometido a ningún tratamiento para librarme de esta pista de aterrizaje para moscas?
—Pero entonces…
Don Emilio alzó una mano, conciliador.
—No se preocupe, querido Mariano. Vengo a traerle un mensaje del mismo doctor. Como sin duda sabrá, a causa de las intrigas de esa asociación terrorista de extrema izquierda antisistema que usted llama La Mano Negra, el doctor no puede seguir con su plan de dirigir el gobierno del país personalmente. Por eso está dispuesto a darle a usted una segunda oportunidad.
—Ah, ¿Sí?
—Sí. E, incluso, ha aceptado hacerle miembro del Círculo Interior del Dragón de Jade.
—¡El sueño de mi vida! Me siento muy honrado…dígale al líder que no se arrepentirá. gobernaré la nación como si la gobernara él mismo.
—De eso se trata, querido Mariano, de eso se trata. Y ahora, procedamos a la ceremonia de iniciación. Métale el dedo en el ojo al Rey.
—¿Cómo dice?
—Ese retrato del Rey que tiene colgado tras su escritorio. Métale el dedo en el ojo derecho.
El presidente así lo hizo. De esa forma accionó un resorte que hizo abrirse la entrada a una sala secreta, disimulada tras una librería.
—Acompáñeme—Le dijo el calvo B al presidente. Ambos entraron en la habitación secreta, cerrando la puerta tras de sí.
El interior estaba pobremente iluminado, con lámparas chinas de papel de arroz. Su tenue luz hacía bailar las sombras del grupo de personas que aguardaban allí, silenciosos y graves, embozados en largas túnicas con capuchas que les escondían las facciones. De la pared colgaba un gran tapiz que representaba a un dragón verde. Túnicas negras para los miembros de La Liga de los Calvos, túnicas de amarillo imperial (el color de la corte de los emperadores manchúes) para el resto.
El presidente miraba asombrado. Bajo las sombras de las capuchas reconoció a muchos de quienes sabía que pertenecían al Círculo Interior del Dragón, y alguno que no había levantado sus sospechas. Allí estaba su mentor y antecesor, y la condesa antisistema, y J.R., el presidente de la patronal, y sus cuatro ministros calvos, y…
Y don Emilio, o sea el calvo B, que se acababa de vestir la túnica negra con bordados verdes símbolo de su rango, y sostenía un hierro de marcar al rojo vivo.
—Quítese la camisa—le dijo Don Emilio.
—Pe-pero…¿eso no se hacía con un tatuaje?
—Así es mucho más rápido—respondió el calvo B, sonriendo.
—¿Dolerá?
—Sí, pero no se preocupe. Después podrá vengarse en todo el país.
F I N
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