—No me interesa la política—sentencia Milena mientras se unta crema solar, tumbada sobre la arena dorada de una playa de Cadaqués. Y rubrica la sentencia con un encantador mohín de disgusto. Es su reacción ante los comentarios en voz alta que se me escapan al leer el periódico. Comentarios, en los que, de pronto me doy cuenta, me he dejado llevar por la indignación. Pero es que esos cabrones tecnócratas de la Unión Europea. Pero es que esos cabrones del gobierno de la Generalitat. Pero es que esos cabrones del gobierno español. Pero es que la nueva Ley de Seguridad Ciudadana, la nueva Ley Forestal, la nueva Ley Laboral…Me siento asfixiado, me siento pisoteado, con unas ganas indecibles de gritar.
—¡Pero tengo razón!—Digo, casi grito. Y Milena, indolente, exquisita, relajada, brillando al sol bruñida de Coppertone, me pone en mi sitio con unos calmados susurros, sin siquiera abrir los ojos.
—Me da igual quién tiene razón. Me da exactamente igual tener razón o no. No me gusta la indignación, eso es todo. Ni la mala educación, ni los insultos, ni la prepotencia. Ni la agresividad, ni la chulería, ni los desplantes.
Y recuerdo cuando, hace ya un tiempo, le hablaba con entusiasmo de las asambleas y las acampadas en Sol y en Plaza Cataluña, de Tahir y de Occupy Wall Street—un entusiasmo adolescente que había descubierto en mí y que, a mi escéptica mediana edad, ya creía perdido para siempre—Milena esbozaba el mismo encantador mohín de disgusto, ladeaba la encantadora cabeza y respondía, con infinito distanciamiento:
—Ahí en una plaza pública, sentados en el suelo, discutiendo a gritos. Yo es que no sé discutir a gritos. Y todo lleno de cumbayás con rastas, nekanes cuya peluquera las odia, tiendas de campaña y letreros hechos a mano con cartones… qué feo, qué cutre. No soy partidaria de la fealdad ni de la cutrez.
“Cutre” y sus derivados es el término derogativo favorito de Milena. Como de tanta gente. No porque nadie (ni siquiera Milena) sepa muy bien qué quiere decir, pero ahí está la gracia: puede expresar cualquier cosa.
Así y todo, una vez conseguí arrastrarla a una de aquellas asambleas al aire libre en la plaza pública. Ya entonces, con su encantador mohín de disgusto, había dictado sentencia sobre la agresividad, la chulería y los desplantes en los mismos términos
—Pero escucha lo que dicen. O di tú la tuya…
—Intento no hablar con la gente que considera que o estás con ellos o contra ellos. Además, no me interesa la gente que se cree capacitada para hablar y dar lecciones sobre todos los temas de la tierra. No me gustan los analfabetos orgullosos, ni los orgullosos a secas. A mí la gente que me gusta es la que dice “No sé” mientras se mira la punta de los zapatos. La gente que se traga las lágrimas y los gritos, ésa es la gente que me gusta: la gente que sabe estar.
Saber estar: dícese de la habilidad para no hacerse notar, de no destacar, de no llevar la contraria a lo mayoritariamente aceptado, de mimetizarse con el rebaño.
Milena, ya lo habrán adivinado, es elegante, guapa, de buena educación y de buena familia. Y rubia. Y no sólo porque tenga el pelo del color del trigo (a su edad, más gracias a la casa Guerlain que a la genética) sino porque el ser rubia, más allá de un color de pelo, es una actitud frente al mundo, como el ser comunista, o musulmán, o neoliberal, o rastafari, o hipster. Y Milena comparte esa actitud. Qué digo comparte: ella es La Rubia.
—No creo que el siglo XXI en Europa vaya ser el siglo de las revoluciones—dice la yacente Milena, brillando al sol de Cadaqués, mientras a través de unos cablecitos blancos que emergen de su iPod y se hunden en su cerebro a través de los túneles de sus orejas, Joan Manuel Serrat le susurra melodías románticas y encantadoramente melancólicas.
— No creo en las revoluciones organizadas, no creo que a nadie le guste hacer la revolución, se ven empujados a ello.
—En eso último tienes toda la razón—digo en voz alta, y añado para mí:
Pero con cuánto ahínco nos están empujando últimamente.
—No me gustan las mujeres que se desgañitan como meros hombres. No me gusta la política porque cada vez se parece más a un partido de fútbol. Y tampoco me interesa el fútbol—continúa la yacente Milena, reluciente de Coppertone, muchacha dorada de cabellera dorada sobre la arena dorada de una playa de Cadaqués. Donde, hace muchos años, Pau Riba se las daba de hippie y Salvador Dalí se las daba de artista.
Milena, ya lo habrán intuido, presume de ser apolítica.
—No me gusta que me pregunten a qué partido voto. Voto a muchos.
Milena, ya lo habrán adivinado, como cualquiera que presuma de apolítico, siempre acaba votando a algún partido de derechas. Y después no quiere reconocerlo para no quedar mal con sus amigos progres. Porque Milena, como tantas hijas elegantes, guapas y bien educadas de buena familia, nació con una cuchara de plata en la boca que ahí sigue, y creció en un entorno progre, de gente que estaba como muy a favor de las revoluciones, siempre que no les alborotaran la calle donde viven, y muy en contra de la dictadura de Franco mientras veraneaban en Cadaqués y tomaban cubalibres o peppermints frappé en la barra del Bocaccio’s; gente que estaba como muy preocupada por el hambre en Biafra mientas se hinchaban a marisco en Les Set Portes. Gente que iba a los conciertos de Raimon y Lluis Llach como un acto de militancia; gente que, incluso, había leído El capital, de Karl Marx; al menos, las primeras páginas. Lo suficiente como para poder presumir de ello.
Milena, incluso, y como para desmentir el mito de la rubia boba, una vez publicó una novela. No le fue difícil publicarla, nació en la familia correcta y tenía los contactos adecuados. Y en honor a la verdad no estaba mal, la novela; era elegante y melancólica, a pesar de cierta excesiva tendencia hacia la autocomplacencia en lo estupendísimo; pero encantadora por su ligereza al tratar de dramas y penas, familias, amigos y ex (todos ricos, guapos, exitosos y cultos), plena de diálogos y sentencias brillantes, huera de problemas mezquinos como el dinero, el trabajo o una lavadora que no funciona.
—Puede que sea idiota. Y cursi—dice Milena, bajándose las cintas del sostén del bikini para que no le dejen marca. Sé que lo que en realidad quiere decir es: “puede que tú creas que soy idiota y cursi” —Pero qué le voy hacer, así soy y así pienso—“pero ya ves tú lo que me importa”—
—Entonces, ¿qué es lo que te gusta, Milena?— Pregunto, malévolo. Y antes de responder, Milena se baja la braga del bikini para permitir que el sol le dore una mayor superficie de piel.
—Me gusta mucho el dinero ganado sin demasiado esfuerzo y sin joder a los demás — dice, reivindicándose: “no tengo por qué sentirme culpable por ser rica”, viene a decir. Y tiene razón. Ella ganó su (mucho) dinero por herencia, sin demasiado esfuerzo, y le molesta que la comparen con tanto advenedizo nuevo rico que lo ha ganado abriéndose, trabajosamente, el camino a base de chanchullos, pelotazos, cuchilladas en la espalda y sobornos, esos que tantas (justas) iras despiertan entre la chusma y tan (injusta) mala fama le dan a los ricos.
—No, no me gusta la política—dice—Voto porque considero que es mi deber como ciudadana. Nada más. Me encantaría que volviesen los tiempos en los que el voto era secreto. Si alguien me dice “no sé”, “este tema no lo tengo claro” o “lo tengo que pensar”, me enamoro al instante (me enamoro, dice exactamente; y yo estoy a punto de decir nosé, estetemanolotengoclaro y lotengoquepensar todo seguido y de carrerilla, a ver si es verdad; pero no creo que lo sea).
—Seguramente soy idiota—Concluye, pronunciando esta última frase con una entonación que deja bien a las claras que nada más lejos de su pensamiento que considerarse idiota; el idiota, en realidad, eres tú por creértelo, viene a decir.
—Pero—objeto—la mayoría de la gente se gana el dinero con mucho esfuerzo. O no lo gana en absoluto, por mucho que se esfuerce. Como yo mismo—me postulo.
— No me gusta la gente que me lanza su pobreza a la cara como un bofetón—protesta. Pero, ya lo he dicho antes, será rubia, pero no es boba. Y se da cuenta inmediatamente de que esa frase le ha quedado demasiado clasista, demasiado prepotente, demasiado de niña rica arrogante. Así que, tras pensarlo unos segundos, añade, en concesión a la ecuanimidad y la corrección política:
—O su riqueza, o su ideología.
Los ricos no te suelen echar su riqueza a la cara, pienso, pero no lo digo en voz alta; bueno, a menos que sean jeques árabes o narcos mexicanos, matizo, sin decirlo tampoco en voz alta. Vuelvo a enterrar la nariz en mi periódico y callo. No le digo a Milena que, en realidad, coincidimos mucho más de lo que ella cree, porque a mí tampoco me gusta la política; nada me complacería más que ignorarla y vivir de espaldas a ella, en un solipsismo aúreo sin más preocupaciones que estar al tanto de las últimas novedades literarias, los últimos estrenos cinematográficos o el último cambio de menú en mi restaurante favorito.
No le digo que, en realidad, si me intereso por la política no es porque me guste, sino por puro instinto de supervivencia; porque tengo muy presente aquello que dijo Platón, que el precio que se paga por desentenderse de la política es ser gobernados por los peores. No le digo que a mí no me gusta la política, como a las ovejas no les gustan los lobos; pero las ovejas siempre están pendientes de los lobos, por la cuenta que les trae. Atentas a ver por dónde brillan sus ojos entre la maleza, por dónde puede venir su siguiente ataque y cómo, si es posible, podría éste ser contrarrestado para salvar a la oveja y al rebaño. Pero Milena nunca ha vivido en un rebaño que pace a merced de los lobos. Ella es una oveja criada en granja, tan protegida de las inclemencias y los lobos que puede permitirse el lujo de no tener que preocuparse por ellos.
Pliego el periódico y me alejo. Dejo a Milena feliz bajo el sol, con Joan Manuel Serrat susurrándole paraules d’amor al oído. Porque debo escribir unos informes, de esos que me pagan (mal) y con los que, a mi vez, consigo (mal) pagar el alquiler. Porque soy de esas ovejas que viven acuciadas por problemas tan mezquinos (tan cutres) como el dinero, el trabajo o una lavadora que no funciona.
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