El apropiacionismo fue uno de tantos
ismos que, al calor de la posmodernidad (eso de lo que todo el mundo habla y
nadie sabe muy bien en qué consiste) tuvieron su eclosión y efímera vida (cual
hongo tras la lluvia) en el campo del arte durante los años ochenta. En
esencia, la cosa consistía en copiar obras de artistas consagrados, servilmente
o introduciendo pequeñas modificaciones (mucho más pequeñas que los bigotes que Marcel Duchamp,
precursor del apropiacionismo, le pintó a la Mona Lisa). Este ismo lo
practicaron artistas como Sherrie Levine, Louise Lawler, Allan McCollum, Fred
Wilson o Martin Prada, entre otros. En su momento no llamó demasiado la
atención; los ismos cada vez la llaman menos. Quizá porque, después de que al
mismo Duchamp se le ocurriera poner su firma en un urinario volteado y llamarlo
escultura, (Sherrie Levine se apropió de
esta obra, también) el arte adoptó como tema y objeto de reflexión al arte
mismo, en vez de al ser humano y su circunstancia, como tradicionalmente,
convirtiéndose así en un juego autorreferencial intrascendente, que divierte a
unos pocos diletantes. Y aburre a los demás, que dejan de prestarle atención,
bien porque suena a tomadura de pelo (y
quién sabe, quizá lo sea) bien porque suena
a chiste demasiadas veces repetido (y ya tenía poca gracia cuando Duchamp lo
contó por primera vez).
En el caso del apropiacionismo se
daba además la circunstancia de que al transitar por su senda el artista se metía en los resbaladizos
terrenos del plagio, lo que le dejaba a merced de los ataques de feroces
abogados eficazmente armados con filosas leyes de propiedad intelectual, cosa
que no solía molar mucho al galerista del artista, que yo estoy en esto para
ganar dinero vendiendo cachivaches a los multimillonarios con ganas de dar la
nota, hijo, no para perderlo en pleitos. Así que olvídate de esa chorrada de copiar
cuadros de Miró e invéntate otra chorrada diferente.
Y en esas el apropiacionismo llegó a
la literatura. En su versión más chusca, bajo la forma de cosas como
Orgullo, prejuicio y zombis; en su
versión más exquisita (-mente, y prolijamente, justificada/publicitada por
farragosas disquisiciones sobre la posmodernidad y otros sexos de otros ángeles)
como El hacedor (de Borges) Remake, que es algo así como Orgullo, prejuicio y zombis con coartada intelectual; también es el
último libro de Agustín Fernández Mallo, padre de la postpoesía
y creador del Proyecto Nocilla,
movimiento literario con muchas ganas de ser tomado por moderno (o posmoderno).
Se trata de una reescritura, o un remake, o una apropiación, o un homenaje (que
de todas esas formas la ha calificado la fatigante campaña de [auto]promoción)
de El hacedor, una de las obras más
importantes de Jorge Luis Borges, quien por cierto tiene escrito un relato que
parece una burla avant la lettre
del apropiacionismo: Pierre Menard, autor de El Quijote.
Un relato que ahora, como muchos de los de Borges, parece profético.
Y en esas vino la viuda y albacea de
Borges con un montón de abogados armados de filosas leyes de propiedad
intelectual, y han dicho que hasta aquí hemos llegado, que Hacedor no hay más
que uno, el de Borges, y a ti te encontré en la calle. Y que retiren la obra de las librerías,
por favor, que ese chiste ya nos lo han contado y tampoco tenía mucha gracia la
primera vez. Y la obra ha sido retirada de las librerías, pronta y obedientemente. Lo que se ha hecho sin mayor trauma, porque las ventas han sido más
bien escasas y no parecía que fueran a incrementarse: es posible que los
ejemplares retirados por imperativo legal hubiesen sido igualmente devueltos
por no vendidos: lo que hubiera resultado, sin duda, igual de mal negocio, pero
mucho más humillante.
Al remake de El Hacedor lo han acusado de plagio, lo que es injusto. No es un plagio, como tampoco lo es Orgullo, prejuicio y zombis; es otra cosa. Parte de Borges, pero sus modificaciones son algo más sustanciales que los bigotes de la Mona Lisa. Tampoco
es una versión actualizada para mejor
llegar al público contemporáneo, como hizo John Steinbeck en su remake de la Morte d’Arthur de Sir Thomas Mallory.
Y tampoco es un juego referencial de paralelismos para hablar de lo que en el
fondo le interesa hablar, del ser humano y su circunstancia, como hizo James
Joyce en su
remake de La Odisea de Homero. Es
algo muy posmoderno: un ejercicio referencial que se agota en sí mismo. Literatura sobre la literatura, no sobre el ser humano y su circunstancia. Es,
también, en cierto modo, un remake en el concepto hollywoodiense del término:
una cosa a caballo entre la excusa, la fotocopia y le versión libre que
recuerde suficientemente la fama de su antecesor como para poder aprovecharse
de ella. De hecho, El Hacedor (De Borges)
Remake ha tenido una campaña promocional que recuerda un poco a las de los wannabe blockbusters de Hollywood, con
el goteo de noticias filtradas durante la preproducción y la publicación del teaser
tráiler incluida. Campaña promocional que uno podría calificar de un poco
jeta, por lo que de apropiación por la cara de la fama de Borges tiene, pero
que casi resulta más interesante que el libro en sí mismo. Aunque eso se podría
decir de la mayoría de las obras de arte salidas de algún ismo post-Duchamp.
No,
no es un libro plagiario. Pero es un libro inútil. Porque ya estaba escrito (y
por un escritor más competente). Porque es un producto de moda, y por tanto efímero. Y porque carece de toda posibilidad de
trascendencia. Porque toda obra de arte o literaria que no tiene al ser humano y su
circunstancia como tema y motivo de reflexión carece de toda posibilidad de
trascendencia. Porque toda obra de arte o literaria que tenga al arte o la
literatura como tema y motivo de reflexión se convierte en un juego autorreferencial
intrínsecamente intrascendente, que divierte a unos pocos diletantes y aburre a
los demás.
Los escritores se dividen en dos
grupos: los que usan la literatura para hablar de la vida y los que la usan
para hablar de la literatura. Estos grupos parecen corresponder a los dos
arquetipos de escritor que el tópico ha fijado: el aventurero y el ratón de
biblioteca. No es cierto: de hecho, la mayoría de los ratones de biblioteca también
pertenecen al primer grupo. Pues para tener vida de la que hablar no hace falta
coger el fusil de matar elefantes e irse de safari a África, como Hemingway, ni
coger el macuto y los huaraches para salir a hacer autoestop, como Jack
Kerouac, ni arrastrarse borracho por los garitos, como Charles Bukowski: De hecho, para tener al ser humano y su
circunstancia como tema y motivo de reflexión ni siquiera tiene uno que escalar
hasta el Olimpo del gran arte y de la “alta” literatura: también se puede hacer desde las convenciones de la literatura
de género. Pues qué hace la novela negra sino hablar del ser humano y la sociedad actual mediante algo tan
definitorio de ambos como los crímenes que cometen; pues qué hace la
literatura fantástica sino hablar de las fantasías y los miedos íntimos del ser
humano; pues qué hace la literatura de ciencia-ficción sino hablar de los
humanos a través de su reflejo en los robots y los monstruos intergalácticos. Y qué hacen los comics de superhéroes (otro
género literario, al fin y al cabo) sino lo mismo que hacen los relatos
mitológicos: hablar de arquetipos humanos.
Y, también, se puede hacer sin abandonar la intimidad de una pequeña habitación, como Kafka, o de la propia biblioteca, como (hasta cierto punto) Cortázar y (decididamente) Borges. Pues la biblioteca puede ser una buena atalaya desde la que otear la vida, desde la que observar al ser humano y su circunstancia. El error que cometen escritores como Fernández Mallo es hacer de la biblioteca no un medio, sino un fin. Con lo que convierten a sus obras en juegos autorreferenciales intrínsecamente intrascendentes, que divierten a unos pocos diletantes y aburren a los demás. Y con una fecha de caducidad muy próxima, además, como resulta inevitable con los productos de la modernez (sólo lo clásico perdura, y “el arte abstracto de una época acaba usándose, años más tarde, para empapelar paredes” Francis Ford Coppola dixit). Eso, cuando no te metes en terrenos resbaladizos en los que quedas expuesto al ataque de abogados armados de filosas leyes de propiedad intelectual. (por cierto, y hablando de eso, el título de este post me lo he apropiado de Manuel Vicent).
Y, también, se puede hacer sin abandonar la intimidad de una pequeña habitación, como Kafka, o de la propia biblioteca, como (hasta cierto punto) Cortázar y (decididamente) Borges. Pues la biblioteca puede ser una buena atalaya desde la que otear la vida, desde la que observar al ser humano y su circunstancia. El error que cometen escritores como Fernández Mallo es hacer de la biblioteca no un medio, sino un fin. Con lo que convierten a sus obras en juegos autorreferenciales intrínsecamente intrascendentes, que divierten a unos pocos diletantes y aburren a los demás. Y con una fecha de caducidad muy próxima, además, como resulta inevitable con los productos de la modernez (sólo lo clásico perdura, y “el arte abstracto de una época acaba usándose, años más tarde, para empapelar paredes” Francis Ford Coppola dixit). Eso, cuando no te metes en terrenos resbaladizos en los que quedas expuesto al ataque de abogados armados de filosas leyes de propiedad intelectual. (por cierto, y hablando de eso, el título de este post me lo he apropiado de Manuel Vicent).
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