Cuando empecé a ejercer de periodista, recién estrenada la última década del pasado siglo, ya existían los teléfonos móviles, pero poca gente los usaba aún; en parte, porque eran unos cacharros enormes y enormemente incómodos, y en parte porque también eran enormemente caros: un producto de ostentación para ejecutivos agresivos y otros exhibicionistas del estatus, que presumían de su móvil en las discotecas como presumían de su deportivo en la carretera o de su polla en los vestuarios. Recuerdo que para eso, para presumir, una empresa italiana fabricaba unos teléfonos móviles falsos: de teléfono sólo tenían el aspecto y el timbre, que podías programar para que sonara en el momento adecuado, para poder hacer el paripé simulando que recibías una llamada. Venía a ser la versión telefónica del calcetín enrollado dentro de los calzoncillos.
Aparte de los presumidos, otros usuarios naturales de los primeros móviles eran los miembros de las profesiones en las que el acceso a un teléfono en cualquier lugar suponía una importante ventaja; periodistas, por ejemplo. Sin embargo, en aquellos años me las apañaba bastante bien sin uno. Las cabinas telefónicas eran abundantes, aunque más bien incómodas, y con frecuencia ruidosas; pero muchos bares y la mayoría de los restaurantes tenían un teléfono público en algún rinconcito confortable. Y, sobre todo, estaban los hoteles, en cuyos vestíbulos siempre había una zona con teléfonos públicos discreta, cómoda, aislada de ruidos molestos, con sillas o taburetes y hasta mesas u otras superficies sobre las que poder escribir, listines telefónicos en perfecto estado de conservación, tacos de papel, bolígrafos (atados con cadenita), los periódicos del día e incluso callejeros de la ciudad. Por todo eso y por la parada de taxis que solía haber en la puerta, pronto hice de los vestíbulos de los hoteles mi puesto de trabajo móvil. Y Barcelona tiene un hotel casi en cada esquina, así que acarrear uno de aquellos engorrosos, indiscretos y caros teléfonos móviles me era tan innecesario como tener vehículo propio; del que me daba el lujo de prescindir, pues entre el metro y los taxis cubría mis necesidades de transporte con enorme eficacia, y sin preocuparme por el aparcamiento.
Pero pronto el tamaño de los teléfonos móviles disminuyó, su precio se abarató y su uso, consecuentemente, se generalizó. Cada vez más. Hasta el punto de que las cabinas empezaron a escasear, los bares dejaron de tener teléfono público y los de los vestíbulos de los hoteles fueron encogiéndose, desabasteciéndose de papeles, bolígrafos y guías y siendo relegados a rincones cada vez más oscuros e inaccesibles. Y de pronto en mi bolsillo apareció uno de esos artilugios. A partir de entonces podía llamar desde cualquier sitio, pero también ser llamado en cualquier momento. Y no siempre es una ventaja estar a disposición constante de tu jefe, tu redactor jefe, tu madre o tu novia. No siempre es una ventaja ser asaltado por el irritante timbre mientras estás en el baño con los pantalones a media asta, o andando por la calle con las manos ocupadas, o en mitad de la siesta, o en mitad de un solo de trompeta de Miles Davis, o en lo más interesante de una novela de Elmore Leonard leída al sol en la terraza de un bar con una cerveza. Y a mí, la verdad, que en cualquier momento y en cualquier circunstancia ese artilugio de mi bolsillo pueda ponerse a vibrar y a emitir musiquilla para avisarme de que alguien quiere interrogarme con urgencia sobre dónde estoy y qué estoy haciendo, me resulta un poco agobiante. A veces, hasta bastante agobiante. Mis amigos, mi familia y mi mujer se enfadan conmigo si me olvido el teléfono en casa, porque quedo incomunicado. Es decir, fuera del alcance de sus comunicaciones.
Ya sólo en las salas de cine, esos santuarios que la vida moderna ha condenado a la extinción, como a los teléfonos públicos, me siento íntimamente libre. Me causa un gran placer desconectar el teléfono en cuanto me siento en la butaca, sabiendo que, al menos durante las dos horas aproximadas que dure la película, estaré fuera del mundo, aislado e ilocalizable, entregado sin interrupción posible a lo que estoy haciendo en ese momento. Aunque siempre hay algún gilipollas en la sala que no ha apagado el móvil y le suena cuando la película ya ha empezado. Y lo que es peor, alguno de esos gilipollas incluso responden.
—Hola, tú… pues estoy en el cine… sí, la peli ya ha comenzado…
Una vez se me sentó uno de esos al lado. Y empezó esa misma conversación. Alargué la mano, arranqué el móvil de la suya y lo lancé al pasillo. Como hacía pendiente, el trasto resbaló por el linóleo hasta dar con la pared del fondo, donde estaba la pantalla, donde Will Smith, tocado con sombrero de cowboy, decía alguna chulería ingeniosa (la película era Wild,Wild West).
El gilipollas lo miró hacer el recorrido. Luego me miró a mí, con la boca abierta y la mano en la que había sostenido el móvil aún alzada. Sin hablar, sin enfadarse. Como cortocircuitado.
—Anda, ve a buscarlo—le dije entonces.
Eso lo desbloqueó. Intentó, sin gran éxito, fulminarme con una mirada, y saltó al pasillo en pos de su querido teléfono.
No hubo más bronca. Lo recogió y se sentó bien lejos de mí, para seguir viendo la película. El ocupante del asiento de delante, que se había girado para mejor observar la escena, me sonrió y alzó un pulgar, a la romana, antes de hacer lo mismo.
Pero volvamos a los teléfonos móviles:
El artilugio en mi bolsillo fue encogiendo, y haciéndose cada vez más inteligente: un día aprendió a llevar mi agenda, el otro a responder el correo, luego a buscarme una dirección en el callejero, después a seleccionar la ruta para llegar a esa dirección… Ahora mismo, además de todo eso, sabe tocar música, hacer fotos, sintonizar la radio, leer documentos PDF y navegar por Internet. Ya sólo le falta hablar. Y no tardará mucho: algunos de sus congéneres ya lo hacen. Y hasta te vacilan.
Y mientras mi teléfono se vuelve más inteligente, yo me he ido volviendo más tonto. Porque ahora ya no sé hacer por mí mismo muchas cosas que antes hacía y ahora él hace por mí. Parece ser una tendencia general: tal parece que la humanidad se vaya volviendo cada vez más estúpida conforme sus teléfonos se van volviendo cada vez más inteligentes. Lo que concuerda con el axioma de Mr. Cole (una de las Leyes de Murphy), cuyo enunciado es: “La cantidad total de inteligencia del planeta permanece constante. La población, sin embargo, sigue aumentando”. ¿Acabarán siendo los teléfonos la especie dominante? ¿Acabaremos siendo los humanos sus esclavos, o unos meros vehículos para ellos, la verdadera especie dominante? En cierto sentido, ya lo somos. Aunque a algunos se les nota más que a otros. A este paso, aquello de “¡quítame las zarpas de encima, mono asqueroso!” se lo acabará diciendo un teléfono inteligente a su estúpido propietario.
Al aparatito de mi bolsillo nunca le dio por transmutarse en Blackberry. Nunca me la impusieron en ninguno de mis trabajos, y su principal ventaja, poder ser usado para escribir, no lo es para mí, pues mis manos son todo lo grandes que cabe esperar de un tipo que mide más de metro ochenta y pesa (bastante) más de ochenta kilos. O sea que mis dedazos se adaptan mal a ese teclado liliputiense. Además, no tuiteo: con 140 caracteres no tengo ni para empezar a plantear lo que quiero decir. Y eso de estar en constante conexión y constante intercambio de pensamientos e informaciones (a los que la constancia torna en inevitablemente banales) no me gusta. Soy de los que creen que antes de comunicarte con los demás tienes que haberte comunicado contigo mismo. Y eso exige pasar periodos más o menos largos en soledad. Incomunicado.
Antes, cuando no existían los teléfonos móviles, uno podía estar así de incomunicado la mayor parte del día, y nadie se extrañaba y a nadie le creaba ansiedad eso. Hoy en día, en cambio, a la gente le produce ansiedad quedarse sin cobertura en el móvil por más de dos minutos. Así que la caída del servidor Blackberry en varios continentes durante tres días ha generado ríos de tinta (mucha de ella electrónica, claro) y una verdadera epidemia mundial de ansiedad en miles, decenas de miles, centenares de miles de usuarios que han sentido el vértigo de verse incomunicados. Cuando en realidad ese abismo de incomunicación no iba más allá del engorro de tener que desplazarse a algún lugar (no muy lejano, en el mundo moderno) donde pudieran utilizar un ordenador u otro tipo de teléfono para, con unos minutos de retraso, recibir o emitir esos mismos mensajes que, oh terrible catástrofe, no pudieron recibir o emitir en el momento.
Soy consciente que hay mucha gente, cada vez más, que no parece no poder soportar el vértigo del aislamiento. Son esos que mantienen el teléfono encendido aun cuando estén en el cine, o en el teatro. O que en una reunión de amigos en un restaurante dejan el teléfono al lado del plato y le van echando constantes miraditas a la pantalla, revisando los mensajes que, constantemente, les llegan, interrumpiendo constantemente la conversación para teclear respuestas a esas otras conversaciones que mantienen, constantemente y simultáneamente, vía SMS, Twitter o WhatsApp.
Aunque quizá estemos ahora más aislados, encapsulados en nuestros vehículos privados que nos llevan de puerta a puerta, dentro de nuestros domicilios privados, hablando con los demás a través de nuestros diversos cacharros privados y mirando el mundo desde nuestros espacios privados a través de las ventanas electrónicas del televisor, el ordenador o el teléfono móvil de lo que estábamos antes viajando en transporte público, compartiendo los teléfonos públicos y asistiendo habitualmente a los espectáculos públicos.
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