Dentro de la escasa tradición de la novela negra española, Leo Coyote destaca por una serie de características. Sí, la novela negra, en España, tiene muy poca tradición. Tan poca, que los escritores españoles de novela negra suelen apoyarse en tradiciones foráneas, y suele notárseles, con frecuencia demasiado. Antes se les notaba más el ramalazo anglosajón, y ahora se les nota más el ramalazo escandinavo, lo que es peor. Incluso a la mejor novela negra española, la más española, la que desarrollaron Andreu Martín, Juan Madrid, González Ledesma et al., en los años ochenta, se le nota cierto ramalazo francés, a veces por la parte de Manchette (Martín) y a veces de la parte de Simenon (González Ledesma).
La novela negra española también suele abusar, salvo honrosas excepciones, del muy manido, y ya algo cansino, esquema argumental del misterio por resolver y el investigador que lo resuelve. Pues bien, una de las características (o virtudes) peculiares de Leo Coyote es que no cae nunca en este defecto. En las novelas de Leo Coyote no hay investigadores listillos que descubren misterios ocultos; sino que suelen ser historias corales de perdedores y fracasados, gentes que suelen vivir en los márgenes de la ley y suelen meterse en unos embrollos muy notables de los que suelen salir, casi inevitablemente, más pringados que cuando entraron. Lo cual resulta mucho más real, mucho más realista y hasta mucho más español.
Otra de sus virtudes es que no se parece ni a los modelos norteamericanos, ni a los británicos ni, gracias a Dios, a los escandinavos, ni siquiera a los franceses. Leo Coyote no se parece ni a Chandler, ni a Simenon, ni a Manchette ni a Larsson. Leo Coyote sólo se parece a Leo Coyote. Bueno, y también quizá un poco, y quizá involuntariamente, a la tradición de la novela picaresca, y otro poco a Donald Westlake; por aquello de las historias de delincuentes fracasados, y por el recurso al humor.
Porque otra virtud, y no pequeña, de Leo Coyote como escritor es la frecuencia y la habilidad con la que usa ese recurso tan difícil, y tan poco utilizado por los escritores españoles de novela negra, que es el humor. Y no un humor cualquiera, sino un humor muy negro, negrísimo, como corresponde al género.
La última de sus virtudes que querría destacar, pero en absoluto la menos importante, es su estilo. Un estilo que se basa en una prosa esencial, escueta, sin titubeos ni florituras, una prosa capaz de plantear un argumento, un escenario, unas situaciones y unos personajes en apenas un palmo cuadrado, una prosa que empuja constantemente la acción hacia delante, que resuelve la descripción de caracteres en cuatro brochazos y la de ambientes en dos, sin que, y ahí está la gracia, sus descripciones parezcan ni pobres, ni esquemáticas, ni planas ni insuficientes. Una prosa que se apoya mucho en los diálogos: Coyote es un dialoguista excelente, que evidencia un gran conocimiento del argot de los bajos fondos, y no poca habilidad para usarlo sin que (y eso es difícil) atosigue al lector.
Todas estas virtudes cristalizan en unas novelas breves, trepidantes y altamente adictivas: una vez has empezado una es difícil dejarla de lado, sin llegar al final. Se leen de un tirón. Son, por ello, ideales para pasar una tarde tumbado en el sofá, con una cerveza a mano y el teléfono desconectado. Y, además, hacen reír. Es una risa siniestra la que provocan, es cierto, pero de algo ha de reírse uno, y no están los tiempos como para desaprovechar una oportunidad de hacerlo.
Un buen invierno para Garrapata es una novela típica de Leo Coyote, ni mejor ni peor que Perro flaco U Otro día en el Paraíso: una novela trepidante cuya acción sucede en Barcelona durante veinticuatro horas asimismo trepidantes, durante las que no para de llover, durante las que cruzan sus destinos y sus fracasos dos mataos del barrio de la Mina, a quienes no se les ocurre otra cosa que secuestrar un perro vago y destrozón para pedir rescate; una madurita de buen ver antigua niña bien de la burguesía barcelonesa, que desde entonces ha caído bastantes escalones en la escala social; un gánster centroeuropeo, propietario del perro y amante de la madurita, que acabará mal; un par de guardias civiles, que ocultan tanto su condición de gays como su condición de corruptos, mientras viven su particular historia de amor; el Conseller de Governació de la Generalitat catalana, pringado hasta las cachas en negocios sucios, en varios de los cuales usa al gánster antes mencionado como testaferro; y unos pocos más que pasaban por ahí.
En esta novela hay delincuentes, fracasados, y delincuentes fracasados, pero ni un solo personaje no ya honrado, sino ni siquiera simpático; aunque algunos resultan tan patéticos en su condición de perdedores contumaces que hasta llegan a inspirar ternura. A veces, al autor le basta con unas pocas frases de diálogo para proporcionar una profunda descripción moral de los mismos. Como esto que El Titi le dice a El Gitano:
—Ya ves, si es lo que decía el tío Antonio: “estamos tan acostumbrados a perder, que cuando ganamos nos enfadamos”.
O la profunda soledad y el no menos profundo fracaso existencial que Nina deja traslucir cuando le comenta al Titi:
—Vivir sola tiene sus ventajas, no te peleas con nadie, tienes menos trabajo en todo… fíjate que yo, como siempre duermo en el mismo sitio, no tengo que cambiar las sábanas cada semana… cojo, les doy la vuelta y ya está… la única cosa es que los dibujitos quedan al revés, pero… nada más.
En resumen, Un buen invierno para Garrapata es una novela breve, trepidante y altamente adictiva, una de esas novelas que, una vez la has empezado, resulta muy difícil dejar de lado. Ideal, por tanto, para leer de un tirón, una tarde tumbado en el sofá, con una cerveza a mano y el teléfono desconectado. Y, además, hace reír. Mucho. Claro que la risa que provoca resulta más bien siniestra. Pero de algo ha de reírse uno. Y no están los tiempos como para desaprovechar una oportunidad de hacerlo.
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